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Las normas rotas

En la década de los años ochenta, los autores Wilson y Kelling publicaron un artículo en The Atlantic exponiendo una idea que todavía es objeto de debate. Se trata de la teoría de la ventana rota, que puede sintetizarse con esta afirmación: si una ventana de un edificio se rompe y no se repara, muy pronto las demás ventanas se romperán. El postulado sugiere que es necesario corregir a tiempo los detalles que pueden parecer insignificantes para que no propicien y estimulen la aparición de problemas mayores, un llamado a mantener el orden desde lo mínimo. Aunque su aplicación puede conllevar algunas complicaciones (lo que pasó con la policía de Nueva York bajo el mando de Giuliani es un ejemplo), en ciertos ámbitos puede resultar aconsejable implementar esas ideas, al menos parcialmente. Quizá Barranquilla sea un buen lugar para hacerlo.

Hace poco, circulando por la calle 76, observé que la mayoría de los carros utilizaba indiscriminadamente el denominado Carril Bus, que se estableció para darle una vía más expedita a los buses de transporte público. Al principio, en diciembre del 2021, la medida estuvo acompañada por una importante difusión y se llevó a cabo una campaña de pedagogía con comparendos simbólicos, e incluso algunos comparendos efectivos. Sin embargo, tras esa euforia inicial, los controles se aflojaron y la señalización del carril, y su propósito, se olvidaron. Hoy casi nadie le presta atención, ni siquiera los mismos buses, y las pocas personas que lo hacen se ven obligadas a practicar complicadas maniobras para lograr cruzar a la derecha, con lo cual tienen el estímulo suficiente para violar la norma. 

Pasa lo mismo con las señales que prohíben dejar o recoger pasajeros: al parecer provocan un cortocircuito cognitivo en los conductores, quienes las interpretan de una forma diametralmente opuesta y justamente ahí, donde están instaladas, proceden a dejar y a recoger pasajeros, interrumpiendo sin vergüenza —ni consecuencias— el tránsito de los demás. 

Y ni hablar de los pasos peatonales demarcados en las vías principales. Cuando no hay un semáforo involucrado, al cual se le hace algo de más caso, esos pasos se ignoran flagrantemente y hasta dan la impresión de aumentar el riesgo para los desamparados peatones, dado que algunos carros no solo no frenan, sino que aceleran cuando alguien tiene el atrevimiento de poner un pie en la calzada. Por eso, al final los peatones prefieren cruzar por donde sea, porque el peligro no se modera en los lugares que teóricamente los ayudarían. La lista, como podrán suponer, puede extenderse hasta el cansancio.

En los casos que he mencionado, de poco sirve invertir en una señalización relativamente adecuada si no se acompaña el esfuerzo con acciones de control, o directamente con multas. Si bien la idea de promover comportamientos ciudadanos fundamentados en el civismo y la convivencia es loable y necesaria, con buenas intenciones no se puede lograr todo, se requiere educación, constancia y apoyo punitivo. De lo contrario la ciudadanía se cansa de intentarlo, y como sucede con la ventana rota, si las normas se rompen arbitrariamente, con frecuencia y sin castigo, la mayoría no encuentra razones para cumplirlas. Así, poco a poco, se impone la anarquía y el desorden.

Fotografía tomada de https://www.unsplash.com

Publicado en El Heraldo el jueves 3 de noviembre de 2022

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