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No soy un robot

Seguro les habrá pasado al adelantar algún trámite en línea: sale una ventana que interroga al usuario, con una frase que parece sacada de una ficción de Asimov o de Philip K. Dick, pidiéndole escuetamente que marque una casilla para asegurarle al sistema que no es un robot. Con el tiempo nos acostumbramos a ese procedimiento y ya nos parece trivial, pero de vez en cuando conviene recordar lo impensable que resultaba una pregunta de ese tipo hace pocos años, especialmente en un entorno como el nuestro en el que todavía hay lugares sin electricidad ni conexiones dignas. Dudas existenciales aparte, la pregunta sobre la naturaleza de un interlocutor, sea un robot, un bot, una entidad de inteligencia artificial (IA) —o un humano—, va ganando relevancia día tras día. 

Varias universidades de los Estados Unidos y Australia, aunque tarde o temprano será un tema de interés para todas las instituciones educativas, han empezado a buscar procedimientos que les permitan manejar el impacto de la IA en sus cursos. Hoy un estudiante puede acudir a servicios como ChatGPT para la redacción de un ensayo sobre casi cualquier tema, y en menos de un minuto tendrá en sus manos un texto competente y original. Ante las primeras alarmas, la predecible reacción de los profesores fue intentar defender las metodologías usuales y prohibir el uso de esas herramientas, sugiriendo incluso volver a redactar los textos en los salones de clase, con papel y lápiz, o usar otras aplicaciones de IA para detectar e invalidar los trabajos que han sido producidos por las máquinas: una especie de Blade Runner literario, nada menos. Desde luego, nada de eso será sostenible. Como siempre, ante la irrupción de un avance tecnológico, lo sensato será entenderlo, adaptarse y aprovechar las facilidades que ofrece. 

No hace falta ser muy perspicaz para deducir el amplio rango de acción de la IA. El alcance es notable. Existen sistemas que pueden generar imágenes a partir de texto, programas que pueden trazar un esquema básico arquitectónico a partir de un listado de necesidades previas y sabemos que pronto veremos vehículos autónomos en las calles, tomando decisiones en tiempo real. Imagino que será posible, por ejemplo, alimentar un cerebro de silicona con los datos concernientes a una decisión jurídica y esperar un veredicto con absoluta objetividad, o pedirle consejos de vida a una pantalla. Creo que no hay límite, desde el desarrollo de la rueda o la escritura, la carrera por fortalecer los apoyos tecnológicos no se ha detenido.

Ante invenciones como la imprenta o la calculadora se suscitaron alarmas similares. Lo cierto es que el mundo mejoró con esos artefactos y es plausible suponer que mejorará con la ayuda de la IA. También es cierto que cambiará y que las cosas, casi todas, no podrán ser como antes. No debemos entregarnos a un temor paralizante. Evitemos la nostalgia fácil y esa comprensión romántica de un pasado mejor, en lugar de eso, abracemos la nueva tecnología con inteligente entusiasmo. Pero ojo, siempre con cuidado, nada les asegura que quien escribe estas líneas no sea un robot ejerciendo proselitismo cibernético. 

Fotografía tomada de https://www.unsplash.com

Publicado en El Heraldo el jueves 26 de enero de 2023

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