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Una moción de censura

La semana pasada se realizó un debate de moción de censura contra la ministra de minas y energía, Irene Velez. El resultado final del proceso, que se votó finalmente este martes, fue favorable para ella, quien permanecerá en su cargo luego de recibir un significativo apoyo desde la Cámara de Representantes. Hasta ahora, ninguna iniciativa en ese sentido ha logrado forzar la destitución de un ministro, salvo un par de casos en los que el funcionario cuestionado se adelantó a presentar su renuncia antes de arriesgarse a inaugurar la vergonzosa lista.

Al final, de acuerdo con las previsiones, todo quedó reducido a una anécdota más. Sin embargo, por aparatosos que sean, encuentro conveniente que ese tipo de procesos se lleven a cabo, en tanto marcan señales de vida para una democracia que debe resguardarse con convicción. Lo malo, es que esos escenarios se prestan para una serie de manifestaciones necias y pintorescas que poco aportan, desgastan, enturbian y demeritan la tarea y las responsabilidades de quienes tienen el honor de formar parte del cuerpo colegiado.

Seguí con algún cuidado el desarrollo del debate, aunque limitándome a las noticias que repetían los medios de comunicación más representativos. Varias horas se invirtieron en las intervenciones de los congresistas y de todos los implicados. Esperaba, con ingenuidad, que una discusión tan importante para cualquier sociedad, una en la que se ponía en duda la idoneidad de la máxima responsable del gobierno ante la gestión energética del país, estuviese dominado por datos, proyecciones, tablas y planes que permitiesen llegar con la mayor objetividad posible a juzgar las actuaciones de la señalada. Pero no. Lo más llamativo de esa sesión fue la instalación de una olla, que de alguna manera empezó a emanar humo o vapor en el recinto y que, según entendí, pretendía enviar un «mensaje», sea lo que sea que eso signifique.

Vaclav Smil, un autor indispensable que seguramente habrán revisado los miembros del congreso y los funcionarios del ministerio, explica en su último libro por qué es imperioso, en algunas decisiones, ceñirse a las cifras y sacar cuentas: «la brecha entre los deseos y la realidad es enorme, pero en una sociedad democrática ningún enfrentamiento de ideas y propuestas se puede desarrollar de manera racional sin que todas las partes compartan al menos un mínimo de información relevante sobre el mundo real».

Desconozco la relación entre una olla llena de agua hirviendo y la balanza energética del país, pero asumo que no es significativa. Extrañé, como dije, un análisis sobre los impactos que podrían conllevar la transición energética en la que nos estamos embarcando, de tal forma que se pudiera valorar la conveniencia de esa política. Se trataba de sumar y restar, de informar y rebatir, con números, los diferentes escenarios que están sobre la mesa, empezando por aclarar esos mismos escenarios, que aún están difusos. Gritando e insultando sobre una olla no lograremos aclarar nada.

Sugiero, más bien, que avancemos en una moción de censura contra los desgastes simbólicos, y que en el debate sobre el futuro de la energía nos limitemos a discutir con la información que nos dicta la ciencia y la realidad.

Fotografía tomada de https://www.unsplash.com

Publicado en El Heraldo el jueves 8 de diciembre de 2022

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