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Manuel Eduardo Moreno Slagter

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ACERCA DE MÍ Arquitecto con estudios de maestría en medio ambiente y arquitectura bioclimática en la Universidad Politécnica de Madrid. Decano de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad del Norte. Defensor de la ciudad compacta y densa, y de las alternativas de transporte sostenible. Coleccionista de música.

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El final de la guerra

Alemania renació para volver a ser la potencia de Europa, Japón alzó la bandera del desarrollo en Asia y alcanzó niveles de vida superiores.

La semana pasada, el 6 y el 9 de agosto se conmemoró el septuagésimo quinto aniversario de la detonación de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, unos sucesos que desencadenaron la rendición de Japón y el final de la Segunda Guerra Mundial. La terrible destrucción que infringieron esos ataques, evidenciadas por las imágenes que poco a poco se fueron haciendo públicas sobre el alcance de los daños, el interminable conteo de las víctimas, muchas de ellas vaporizadas de inmediato, y los estragos de la radiación, sumieron al planeta en una encrucijada. Por una parte había razones para celebrar el final del conflicto, un alivio para las cientos de millones de personas que lo sufrieron; pero también se empezaba a asomar una sensación de temor plenamente justificada ante lo fácil que parecía entonces borrar de un plumazo a cualquier nación.

Lamentablemente, a pesar de los múltiples bombardeos que habían sufrido y de la ya escandalosa evidencia que demostraba su inferioridad militar, el gobierno japonés no tenía intenciones de rendirse. Sustentados en su entendimiento del honor y de la patria, estaban dispuestos a todo para evadir la capitulación, aunque ello significara acumular víctimas civiles por millones. Si los aliados querían terminar la guerra tendrían que derrotarlos mediante una invasión, lo que iba a suponer una masacre de proporciones inéditas. Así se llegó a tomar una decisión que iba a cerrar de forma espeluznante el episodio más oscuro del siglo pasado, utilizando por primera, y ojalá última vez, el poder atómico para lograr una victoria bélica.

Las palabras que el desolado copiloto del avión que soltó la bomba sobre Hiroshima, Robert Lewis, escribió en la bitácora del vuelo —un elocuente « ¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?»— cuando pudo percatarse de la magnitud del impacto, definen la ambivalencia del evento. Nadie pudo sentirse orgulloso de haber perpetrado tal nivel de devastación, aunque ello hubiese significado terminar los enfrentamientos.

A pesar de lo humillante de la derrota, del elevado precio que pagó, del sufrimiento causado, del hambre y de la destrucción, Japón se recuperó. Así como Alemania renació para volver a ser la potencia de Europa, Japón enarboló la bandera del desarrollo en Asia y alcanzó rápidamente niveles de vida superiores a los de sus vecinos, siendo ejemplares para el resto de ese continente. Siempre me ha parecido edificante observar como derrotados y vencedores, pasadas unas pocas décadas, pudieron volver a sentarse frente a frente y dialogar en un marco civilizado. Estados Unidos, Alemania y Japón hoy son aliados, socios comerciales, naciones que se ayudaron mutuamente dejando atrás el odio, el rencor y la rabia. Una lección de pragmatismo que buena parte del mundo, incluyéndonos, tiene todavía por aprender.

Fotografía tomada de https://www.unsplash.com

Publicado en El Heraldo el jueves 13 de agosto de 2020