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Manuel Eduardo Moreno Slagter

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ACERCA DE MÍ Arquitecto con estudios de maestría en medio ambiente y arquitectura bioclimática en la Universidad Politécnica de Madrid. Decano de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad del Norte. Defensor de la ciudad compacta y densa, y de las alternativas de transporte sostenible. Coleccionista de música.

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Lo deseado y lo posible

Varias de las cosas que se reclaman en el marco de la conferencia sobre el cambio climático de las Naciones Unidas, COP26, pueden encasillarse dentro de una enorme lista de deseos que, por ahora, chocan contra la indiferente realidad. El evento mismo nos regala una paradoja. En lugar de organizar una conferencia virtual y ahorrarnos la emisión de cientos de toneladas de dióxido de carbono, que es lo que se supone que estamos tratando de hacer, se ha organizado un encuentro presencial en Glasgow, motivando así que la mayoría de los asistentes tomen aviones para desplazarse. Eso no es poca cosa: un pasajero que viaje ida y vuelta desde Colombia hasta Escocia en una aerolínea comercial, dejará una huella de carbono de aproximadamente 2.7t de CO2. Ni hablar de lo que emiten los aviones de los presidentes y líderes mundiales que tuvieron que viajar miles de kilómetros para darse el paseo. Mucho cubrimiento, despliegue, drama y fotos simpáticas, pero al final se están llevando a cabo unas reuniones muy contaminantes para pedirle al mundo que contamine menos. Una muestra de lo complicado del reto.

Las transiciones energéticas son extremadamente difíciles, toman tiempo y no están libres de impactos. Desde luego es indispensable buscar alternativas que generen menos daño al medio ambiente, pero mientras tanto tenemos que enfrentarnos a una verdad ineludible: en este momento no hay nada más eficiente que utilizar combustibles fósiles para energizar el mundo. Los barcos navegan quemando diésel, los aviones vuelan consumiendo kerosene, las plantas eléctricas de gas son las más confiables. El uso del carbón, derivados del petroleo y gas natural, entre otros, ha permitido los inéditos niveles de bienestar que disfrutamos en este momento de la historia. Su manejo es relativamente barato y hay abundantes reservas. Depender de fuentes renovables de energía, principalmente la eólica y la fotovoltaica, todavía no ofrece un escenario que permita mantener los logros alcanzados hasta ahora.

Las turbinas eólicas, el símbolo de la evolución hacia el uso masivo de energías renovables, nacieron en Dinamarca, a principio de los años ochenta, generando unos modestos 55 kilovatios. Actualmente se están construyendo turbinas que generarán más de 14 megavatios, con 260 metros de altura y álabes de 100 metros de largo. Sin embargo, poner a funcionar ese tipo de estructuras supone unos desafíos considerables. Entre otras cosas, dependen casi enteramente de la utilización de combustibles fósiles en todos sus procesos de fabricación, transporte y montaje, y de paso, no sabemos muy bien cómo hacer para reciclar sus componentes. Algo similar sucede con los paneles fotovoltaicos, son tecnologías en medio de un largo proceso de perfeccionamiento.

La tarea hay que hacerla y se deben exigir compromisos posibles. Pero no vale la pena llamarnos al engaño y suponer que esto se arregla con rabiosos reclamos. La ciencia también impone límites. Una erradicación acelerada del uso de los combustibles fósiles generaría una debacle económica y humanitaria a nivel global, una que quizá motive más destrucción y sufrimiento que los problemas ambientales que se vaticinan.

Fotografía tomada de https://www.unsplash.com

Publicado en El Heraldo el jueves 4 de noviembre de 2021