RESUMEN


Manuel Eduardo Moreno Slagter

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ACERCA DE MÍ Arquitecto con estudios de maestría en medio ambiente y arquitectura bioclimática en la Universidad Politécnica de Madrid. Decano de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad del Norte. Defensor de la ciudad compacta y densa, y de las alternativas de transporte sostenible. Coleccionista de música.

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Una prudente advertencia

La cantidad de información que nos llega a diario sobre la pandemia ha alcanzado límites estrafalarios.

No hay rincón alguno en ningún medio que no esté dedicado a mencionar algo sobre el virus: el siempre imperfecto conteo de contagiados y víctimas con sus alarmantes curvas multicolores, la relación de anécdotas no siempre edificantes, los infaltables análisis conspirativos y una gran baraja de premoniciones diversas sobre el futuro que nos espera, entre otros asuntos que de cualquier manera buscan la forma de engancharse a la tendencia.

No es para menos. Ahora mismo no parece haber nada más importante.

A pesar de la disonancia es posible identificar algunos coros armónicos dentro de ese bagaje, tan vasto que ya podría llenar varios de los hexágonos de la Biblioteca de Babel e incluso inquietar su condición infinita. Hay quienes observan en esta disrupción un llamado de la naturaleza, otorgándole voz y razón a las piedras, al agua y al viento. Algunos desestiman todo lo que pasa y proclaman la inexistencia de las invisibles proteínas letales, mientras no pocos nos ven ya condenados y dirigiéndonos al fin de los tiempos. Incluso hay una cofradía, muy entusiasta y activa, que culpa al «sistema» de todo cuanto nos acontece, reclamando una subversión que nos retroceda a una especie de civilización agrícola y comunal. Sobre estos últimos quiero detenerme.

Ha sido augurado el fin del capitalismo y de la cultura del consumo para ser reemplazada por algo peligrosamente indefinido, como si el virus no atacase también a poetas y magos. Según ellos todo se ha visto motivado por una epifanía que el confinamiento nos ha permitido, una que le otorga la característica de indispensable a ciertas cosas, sobre otras que han pasado a clasificarse como superfluas o nocivas. Constituyendo un catálogo en constante crecimiento, se condenan los viajes en avión o cualquier desplazamiento placentero, se disputa la preferencia por comidas o licores extranjeros, es contrariada la idea de tener un buen carro frente a otros medios de locomoción más primitivos, y ni hablar de la mala fama que cultiva toda la parafernalia que le da una bienvenida complejidad a nuestras vidas, artefactos o confecciones que entretienen o adornan. De repente no está bien visto querer un reloj de lujo, un traje impecable o un perfume exquisito.

No puedo estar de acuerdo con tales afirmaciones. No me parece que la vida se limite a la subsistencia básica ni a satisfacer las necesidades primarias, en buena medida ya daba por superados esos estadios. Creo que lo que nos ha permitido alcanzar la mayor prosperidad y bienestar jamás observado (en esto estoy de acuerdo con Pinker), es precisamente la exploración de esos placeres adicionales, la exageración de una especie que sigue alcanzando refinamientos impensables. Bienvenidas las actitudes solidarias, compasivas y empáticas, son sin duda indispensables, pero que eso no signifique retroceder quinientos años de indiscutible progreso.

Fotografía tomada de https://www.unsplash.com

Publicado en El Heraldo el jueves 30 de abril de 2020