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Autores: Alexander Bueno, Isabella Cantillo y Gabriela García

Estudiantes de segundo semestre de Ciencia Política y Gobierno, Universidad del Norte

 

Imagen: Palacio de Gobierno del Perú, Lima.  ® Manuel Góngora Mera



Tras la confirmación de la OMS de la covid-19 como pandemia que ponía en peligro el bienestar y la salud de todas las personas en el mundo, los países latinoamericanos implementaron medidas estratégicas para contrarrestar y mitigar las consecuencias en sus países. A pesar de las medidas tomadas en América Latina, varios países han alcanzado altos niveles de contagios. Uno de los casos que más resuena es el del Perú, que para el 14 de septiembre alcanzaba el quinto lugar mundial en el total de casos confirmados de covid-19, y una de las tasas de letalidad más altas a escala global. Martin Vizcarra, jefe de Estado de la república del Perú, fue uno de los primeros mandatarios sudamericanos en declarar cuarentena obligatoria en el país y  llevar a cabo una serie de disposiciones que generaron diversas opiniones dentro de la población peruana sobre su efectividad. Además ha generado varios choques entre el ejecutivo y el Congreso (el más reciente, un proceso de vacancia presidencial por incapacidad moral), agregando a la crisis sanitaria una grave crisis política. En este blog se resumen los resultados de un ensayo en el que analizamos desde diferentes aristas las restricciones ejecutadas por el gobierno de Perú haciendo uso del test de proporcionalidad, determinando si estas medidas cumplen con los criterios de idoneidad, necesidad y ponderación.

 

Medidas analizadas

Desde la llegada del coronavirus a Perú, el ejecutivo ha hecho esfuerzos inmensurables para mitigar el impacto que este virus puede tener a nivel económico y social, esfuerzos que se han materializado en leyes y decretos oficiales que argumentan ser de carácter necesario para salvaguardar la seguridad y bienestar de la población peruana. Sin embargo, hay un factor clave que debe ser sometido a cuestionamiento y es si son necesarias las limitaciones a las libertades y derechos de los peruanos consagrados en la Constitución de 1993 y los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Perú, o si estas medidas resultan ser excesivamente restrictivas llegando al punto de vulnerar los derechos de la sociedad peruana. Para resolver las dudas en torno a las restricciones sobre estas libertades individuales y colectivas se presentarán en este artículo cinco disposiciones del gobierno durante esta crisis, su impacto y cómo se han implementado.

1. Estado de emergencia


La primera medida fue implementada por el presidente Martin Vizcarra el 15 de marzo del 2020, cuando decretó el estado de emergencia nacional, incluyendo el cierre total de fronteras y el aislamiento preventivo, en virtud de lo establecido en el artículo 44 de la constitución peruana, el cual establece que son deberes primordiales del Estado garantizar la plena vigencia de los derechos humanos, proteger a la población de las amenazas en contra de su seguridad, y promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la Nación, además de otros artículos de la carta magna que buscan proteger el bienestar del pueblo peruano. Según las estadísticas que nos brinda Ipsos, a la fecha del 21 de marzo del 2020, se realizó una encuesta para evaluar las medidas tomadas por el gobierno para contrarrestar el Covid-19, obteniendo resultados positivos, especialmente la medida de decretar el aislamiento preventivo. En otra encuesta, también realizada por Ipsos en mayo del 2020 se puede observar que los ciudadanos estaban de acuerdo en cómo estaba evolucionando la gestión pública para contener el avance del virus. Para la redacción del ensayo base para este blog, se elaboró un sondeo a cincuenta personas peruanas elegidas aleatoriamente por medio de redes sociales y esta encuesta reflejó datos similares a los obtenidos por Ipsos.

 

2. Cierre de fronteras

Con el anuncio de la declaración del estado de emergencia y del cierre total de las fronteras mediante el decreto supremo N° 044-2020-PCM el 16 de marzo, la república del Perú suspendió la salida y/o entrada del país por cualquier medio de transporte por los primeros 15 días, plazo que se ha venido extendiendo por varias semanas.  Por medio de una entrevista, el ministro de defensa Walter Martos dio el anuncio del cierre total de los aeropuertos el 21 de marzo e indicó que este sería el último día en el que el gobierno peruano brindaría ayuda a los peruanos que estaban en el exterior para retornar a casa.
 

3. Impunidad penal: La ley de protección policial

La ley N° 31012 de protección policial, publicada el 28 de marzo de 2020 tras ser aprobada por el Congreso de la república del Perú, trae consigo la modificación al numeral 11 del artículo 20 del código penal, que hace referencia a los sujetos exentos de responsabilidad penal. Aunque su redacción fue previa a la pandemia y  no es una medida directa para mitigar la propagación del virus, la legislación ha causado preocupación en entidades como la Comisión Interamericana de Derechos humanos y la ONU, ya que en palabras de Jan Jarab, representante en América del Sur de la oficina de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, “en varios aspectos contraviene normas y estándares internacionales de Derechos Humanos.”


En relación con lo anterior, esta nueva norma ha sido altamente cuestionada ya que deroga el principio de proporcionalidad que principalmente imposibilita que miembros de la fuerza pública hagan uso de la fuerza de manera arbitraria, vulnerando principios fundamentales de la constitución del Perú.

4. Conmutación para evitar el hacinamiento en cárceles

El dos de mayo del 2020, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos entregó documentos de conmutación o indulto a reclusos que estuviesen pagando condenas y estuviesen privados de la libertad. En la lista de prioridad se encuentran mujeres embarazadas y madres con hijos dentro de penales, la salida de estas personas se facilitará para mejorar la situación dentro de los centros penitenciarios teniendo en cuenta ciertos criterios. Adicionalmente, el 19 de mayo del 2020 el gobierno le pidió facultades al Congreso para legislar en el tema del hacinamiento en los centros penitenciarios. Además, el jefe del Instituto Nacional Penitenciario informó que gracias a las medidas establecidas por el ejecutivo la población en centros de reclusión se redujo aproximadamente un 8,1%.


5. Reanudación de actividades por fases

Otra de las medidas que fueron evaluadas con la aplicación del test de proporcionalidad es la decisión tomada por el gobierno peruano en el decreto supremo N°080-2020-PCM el cual indica la aprobación de la reanudación de actividades económicas en forma gradual y progresiva dentro del marco de la declaratoria de Emergencia Sanitaria Nacional por las graves circunstancias que afectan la vida de la Nación a consecuencia del COVID-19. Esta reanudación está organizada en 4 fases de las cuales la primera fase fue aprobada para dar inicio en el mes de mayo con los sectores de minería e industria, construcción, servicios y turismo.


Para determinar si el gobierno peruano ha tomado las decisiones correctas para contrarrestar la propagación del virus se utilizó como herramienta la prueba de proporcionalidad el cual brinda tres criterios para identificar si medidas son realmente necesarias, cumplen con el fin que invocan y las limitaciones de estas libertades individuales representan la protección del bienestar y la salud de la sociedad peruana.


Al someter todas las medidas al análisis a partir de los criterios ya mencionados, se evidenció que las disposiciones 1, 2, 4 y 5 cumplen con todos los criterios, es decir todas son proporcionales al fin que invocan. La única que a la luz de este estudio no cumplió con los tres criterios fue la ley de protección policial.  Esta ley no era necesaria ya que hay otros medios alternativos para garantizar la protección de la fuerza pública y, además, los beneficios de esta medida son inferiores a las ventajas que trae implementarla porque pone en peligro el derecho a la vida señalado en el artículo 2 de la Constitución del Perú y el artículo 4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ya que propicia el escenario perfecto para crear espacios de impunidad cuando algún miembro de la policía se extralimite en sus funciones.

Después de las interpretaciones nos queda por preguntar: ¿Realmente el gobierno peruano buscó con esta medida salvaguardar los derechos fundamentales de la población peruana o solo le está dando camino libre a la fuerza pública para atentar en contra de la integridad de su carta magna y el bienestar de sus ciudadanos?


Para terminar, además del test de proporcionalidad se debe tener en cuenta el contexto social donde se desarrollan estas limitaciones de derechos. Un ejemplo claro es la recepción que ha tenido la ley de protección policial. Pese a que no es idónea, necesaria ni proporcional desde un análisis constitucional y del DIDH, en diálogos desarrollados por los autores de este texto con ciudadanos peruanos se observó que muchas personas consideran que esta ley es necesaria debido a la pérdida de autoridad y los atropellos constantes que han sufrido las fuerzas militares y policiales del Perú a lo largo de su historia. En palabras de uno de los participantes de la encuesta realizada para el ensayo: “Desde mi punto de vista, las medidas han sido buenas. Pero la realidad peruana es muy diferente, uno puede plantear distintos planes teniéndolos como hipótesis, pero en la ejecución o práctica cambia totalmente”. Al parecer, medidas de corte autoritario cuentan con apoyo popular, como ha ocurrido en otros países en el marco de la pandemia.

Por: Athina Guatecique Pacheco y María de los Ángeles Salas

Estudiantes de Segundo Semestre de Ciencia Política y Gobierno

 

Las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: insolidaridad, egoísmo, inmadurez, irracionalidad.

Albert Camus, La Peste

 

La pandemia del coronavirus no solo ha revelado la debilidad del sistema de salud de la mayoría de los países que están siendo afectados. Ha puesto a prueba la fortaleza institucional de los gobiernos latinoamericanos. En países como Perú, Bolivia, Ecuador, Honduras, Uruguay, Panamá, El Salvador y Colombia, en la búsqueda de mantener a salvo a su población, se han visto obligados a declarar el estado de emergencia en su territorio.


Al respecto de los estados de excepción, Carl Schmitt, sin duda uno de los teóricos más controvertidos por sus escritos y su conexión con el régimen nazi, afirmaba que la "excepción" es la capacidad del soberano para tomar decisiones en términos de su voluntad política, en lugar de estar limitado por normativas legales. Consciente de los riesgos de los estados de excepción, la Oficina del Alto comisionado de la ONU el pasado 14 abril planteó una serie de estándares que los Estados miembros deben seguir en pro del respeto de los derechos humanos: “El DI permite la adopción de medidas de urgencia en respuesta a amenazas de gran entidad, pero las medidas que limiten los derechos humanos han de ser necesarias y proporcionales al riesgo estimado, y deben aplicarse de manera no discriminatoria” ACNUDH (2020).


En este texto nos concentramos en El Salvador. Su presidente, Nayib Bukele, el pasado 14 de marzo decretó el estado de excepción por 30 días de forma que se le otorgase facultad para restringir los derechos constitucionales de los salvadoreños a la libre circulación, reunión pacífica y el derecho a no ser obligado a cambiar de lugar de residencia. En el documento no está autorizada la limitación de otros derechos fundamentales. Por tanto, es arbitraria toda medida tomada en este tiempo y que no cumpla con los estándares de proporcionalidad.


El presidente, en el uso de sus facultades excepcionales, presentó al inicio de la pandemia una serie de medidas que dentro de poco tiempo se hicieron virales en redes sociales, en las que anunciaba la interrupción del pago de servicios básicos como agua, luz e incluso internet, durante tres meses y para toda la población. Además de anunciar el pago de un subsidio de 300 dólares para aproximadamente el 75 % de los hogares salvadoreños. Estas ambiciosas medidas de corte populista fueron alabadas y puestas como ejemplo por muchas personas en todo el mundo.   Fue elogiado por tomar medidas tan radicales a pesar de tener en ese entonces, solo 3 reportes de casos confirmados de COVID-19, según reporte de la Revista Semana.

Sin embargo, el comportamiento autoritario de Bukele despertó inconformidades entre distintos sectores. El director de Estudios Legales de la Fundación Salvadoreña para el Desarrollo Económico y Social, Javier Castro, afirmó en una entrevista para la DW en español que: “estamos viendo que esas conductas se están reproduciendo de nuevo durante la emergencia (por el coronavirus) al punto que se está violentando el principio de separación de poderes al no respetar las decisiones de la Sala Constitucional (de la Corte Suprema de Justicia) y también al invadir facultades legislativas”. Pero lo que ha causado indignación internacional es el abuso hacia la dignidad humana de la población carcelaria, con las medidas internas-externas tomadas por el presidente salvadoreño hacia los centros penitenciarios. Sin dudas, el gobierno ha atacado sistemáticamente derechos constitucionales, acumulando prácticas inhumanas que, aunque no son novedosas, con la pandemia solo han conseguido agravarse. Anotemos que El Salvador es el segundo país con mayor tasa de presos per cápita en el mundo según cifras del World Prison Population List, con 604 por cada 100.000 habitantes.


Así mismo, preocupa que la tasa de hacinamiento promedio en las cárceles es del 142%, lo que en el marco de la pandemia hace que la situación de los detenidos sea crítica. Un informe del 2019 de la CIDH, basado en visitas in loco en cárceles salvadoreñas, evidencia las circunstancias inhumanas en las que viven los detenidos. La infraestructura de las cárceles es deficiente; no tienen horas al sol; no están en contacto con otros internos salvo sus compañeros de celda y no realizan ningún tipo de actividad académica, laboral o recreativa; hay insalubridad y carecen de programas de reinserción social. Los centros de seguridad y máxima seguridad afectan gravemente a aproximadamente 16.000 personas; la atención médica es insuficiente, el escaso e inadecuado acceso al agua son parte de la cotidianeidad. Además, la CIDH fue informada sobre el hecho de que cerca del 60% de los casos de tuberculosis del país se encontraban en las cárceles, indicando que la salud en centros penitenciarios desde hace tiempo ha sido un asunto desatendido por las autoridades públicas.


Poniendo en una misma mesa la visita de la CIDH a las cárceles salvadoreñas, y comparándolo con la situación actual, se evidencia que no son novedosas las precarias garantías y condiciones brindadas por parte del Estado, permitiendo entrever la dureza de los centros penitenciarios, cuya responsabilidad recae en el gobierno. Dureza que no cumple con los mandatos constitucionales y deshumaniza a los presos: sin ley, pero con orden.

No es una dádiva ni un ejercicio de compasión del Estado el garantizar los derechos constitucionales. Es su obligación, como establece el artículo 27: “(...) El Estado organizará los centros penitenciarios con objeto de corregir a los delincuentes, educarlos y formar hábitos de trabajo, procurando su readaptación y la prevención de los delitos.” Artículo que claramente contrasta con la realidad social de los detenidos, que en la práctica sufren una violación sistemática de su dignidad humana.  


El domingo 26 de abril, el viceministro de Justicia de El Salvador, Osiris Luna Meza anunció unas de las medidas previstas por el estado de emergencia decretado en las cárceles. Autorizó a la policía y al ejército el uso de la fuerza letal, e incluso mezclar en las mismas celdas a miembros de pandillas rivales, impidiéndoles recibir visitas y dificultando el aislamiento social a causa de la pandemia. La medida ordenada presentaba dos claros objetivos: el primero de ellos era intentar controlar la tasa de homicidios, sin involucrarse con la raíz de los mismos e ir directamente a los culpables. Y el segundo objetivo perceptible era desviar la atención sobre el foco principal de las deplorables circunstancias en que se encuentran los detenidos. Se intentó justificar estas medidas relacionándolas con asesinatos ordenados desde las cárceles, intentando de esta forma ponderar la dignidad humana.


Aplicando test de proporcionalidad, es evidente que la medida adoptada no resulta idónea para el fin que se invocó, dado que infringe gravemente el derecho constitucional a la dignidad humana; discrimina la vida, restándole valor por el hecho de pertenecer a la población carcelaria. Además, no cumple el fin que invoca (la seguridad pública). Al juntar pandillas rivales al interior de los centros penitenciarios, solo consigue atentar contra derechos fundamentales y aumentar los homicidios en estos centros.


Pero si no fue idónea, ¿era al menos necesaria? Si se buscaba garantizar el derecho a la seguridad pública por las órdenes dadas desde dentro de las cárceles, podría haberse abierto una investigación para aprehender a las personas implicadas en este modus operandi. Mezclar pandillas no disminuye esta práctica ya que no ataca la raíz del problema. Crear aglomeraciones al interior de las cárceles no disminuiría los homicidios externos. Aun así, ¿tiene esta medida algún beneficio real? Se creía que el efecto de mezclar a las pandillas fuese acabar con los problemas del aumento de los homicidios, más solo aumentó la conducta criminal-homicida desde las cárceles.


Las redes sociales están plagadas de discusiones que les niegan sus derechos constitucionales a las personas en situación de detención: como criminales, no son ciudadanos, y no son dignos de ser protegidos por el Estado. Asumamos que jurídicamente la dignidad humana, como principio y derecho constitucional, es inviolable; no es un tema de negociación política, ni puede depender de las preferencias o votos entre los ciudadanos. La dignidad humana no es un derecho de compasión, ni puede quedar a merced de la opinión o debate público, ya que puede ser manipulada para todo tipo de propósitos, hasta el punto de que sea viable que le sea negada a alguna parte de la población. Recordemos que los estados de excepción no son oportunidades estatales para incurrir en actos inconstitucionales o violatorios del derecho internacional; cualquier intento de interrumpir la vigencia de los derechos humanos debe ser procesado, juzgado y condenado. No puede haber norma o decisión judicial que le quite a alguna persona su condición de ser humano.

Por: Laetitia Ruiz

Profesora del área de Derecho Internacional de la Universidad del Norte

Ayer (25 de agosto de 2020), la Silla Vacía publicó un artículo titulado “La enseñanza contra el progresismo en cartilla de la Oficina del Comisionado para la Paz” en el que se nos informa que un diplomado online organizado por dos instituciones públicas colombianas - la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) – enseña a los participantes del diplomado sobre la ‘Paz, convivencia y Cultura de Legalidad’ que la ideología progresista es fuente de violencias secundarias en Colombia.

El no-filosofo puede ser perdonado por no ver lo escandaloso de la frase anterior. De manera general, solo una persona con un poco de conocimiento filosófico podría inmediatamente identificar lo problemático con la cartilla elaborada para el diplomado, con los logos oficiales tanto de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz como de la ESAP. No soy filósofa; por eso dejo el análisis filosófico a los filósofos y voy a enfocarme en lo que sé: el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH). En particular, voy a enfocarme en uno de los pilares de la ideología progresista identificado por el autor de la cartilla (ver texto completo en el artículo de la Silla Vacía), Camilo Noguera Pardo: el ateísmo. ¿Por qué la inclusión del ateísmo como una fuente de violencia y de “extravío moral” en esta cartilla con los logos de dos instituciones públicas colombianas es problemática desde la perspectiva del DIDH?

La respuesta corta es la siguiente: ser ateo es un derecho humano protegido a nivel internacional y regional. Puede ser que esta respuesta no sea satisfactoria porque deja muchas preguntas sin respuesta, tales como ¿en qué sentido la cartilla vulnera o invita a la vulneración de los derechos humanos de las personas ateas? O, ¿por qué esta cartilla es tan problemática en sí, considerando que otro derecho humano es precisamente la libertad de opinión y de expresión? Estas preguntas necesitan respuesta y, por eso, ahora comienza la respuesta larga.

Empecemos con la protección internacional de los derechos humanos y en particular con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) ratificado por Colombia. En su artículo 18, el PIDCP protege la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. En particular, estipula que “este derecho incluye la libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección”. Este lenguaje no nos dice precisamente que el ateísmo es una creencia protegida por el artículo. Para claridad necesitamos referirnos al Comentario General No. 22 del Comité de Derechos Humanos, el órgano encargado de, entre otros, interpretar el PIDCP. Este Comentario General No. 22 de 1993 – es decir, no es una novedad en el derecho internacional – nos dice que el “artículo 18 protege las creencias teístas, no teístas y ateas, así como el derecho a no profesar ninguna religión o creencia”. Ahora no hay confusión posible: el Estado Colombiano tiene la obligación de respetar las creencias ateístas.

A nivel regional, un artículo muy similar se encuentra en la Convención Americana sobre Derechos Humanos  (CADH). El artículo 12 garantiza “la libertad de conciencia y de religión [lo que] implica la libertad de conservar su religión o sus creencias, o de cambiar de religión o de creencias”. El artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos garantiza “la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”. Y el artículo 8 de la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos garantiza la libertad de conciencia y religión. De nuevo, surge la cuestión acerca de si estos instrumentos interpretan la libertad de creencias como lo hizo el Comité de Derechos Humanos en 1993.

No podemos encontrar una respuesta satisfactoria a esta pregunta en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (cuya jurisdicción contenciosa fue aceptada por Colombia cuando ratificó la Convención Americana sobre Derechos Humanos) porque la Corte no ha tenido la oportunidad de conocer muchos casos que aleguen una violación de la libertad de religión, conciencia o creencias y por ello no ha desarrollado una jurisprudencia comprehensiva sobre este tema. Por su parte, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sí se ha pronunciado varias veces sobre la interpretación y el alcance de la libertad de religión y de conciencia. Su interpretación, sin duda alguna, está en consonancia con la del Comité de Derechos Humanos. En el caso Kokkinakis vs Grecia de 1993 – de nuevo, no estamos hablando de una interpretación particularmente novedosa de este derecho humano – el Tribunal decidió que “Tal como viene protegida por el artículo 9, la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión constituye una de las bases de una ‘sociedad democrática’ en el sentido del Convenio. Figura entre los elementos más esenciales de la identidad de los creyentes y de su concepción de la vida, pero también es un bien precioso para los ateos, los agnósticos, los escépticos o los indiferentes".

Como se ha establecido previamente, aunque no existe una jurisprudencia comprehensiva sobre el alcance del artículo 12 de la CADH, no hay razón de pensar que su interpretación sería diferente de la del Comité de Derechos Humanos o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos respecto de la protección de las creencias, entre otras, ateas. Además, y aquí me arriesgo a ir en un terreno un poco desconocido para mí – el derecho constitucional colombiano – la Corte Constitucional Colombiana, en varias de sus sentencias, se ha referido a la jurisprudencia e interpretación universal (como la del Comité de Derechos Humanos) y a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Teniendo todo lo anterior en cuenta, podemos cerrar el círculo y volver al punto de partida de nuestro análisis: la cartilla elaborada por la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y la ESAP. Esta cartilla hace parte de un grupo de documentos puestos a la disposición de las personas que participan en el diplomado, con el objetivo de, si le creemos a la descripción del curso, “profundizar en temas que fortalecerán […] la labor cotidiana [de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y la ESAP]”.

       

Como se indicó al inicio, esa cartilla establece la ideología progresista como una fuente de violencia y de extravío moral en Colombia. Presenta al ateísmo como uno de los pilares de esta ideología progresista. ¿Por qué eso es tan problemático? De nuevo, hay una respuesta corta y otra un poquito más larga. La respuesta corta es: porque la cartilla es un documento que emana de instituciones públicas colombianas.

Y ahora la respuesta larga. La Silla Vacía contactó al Comisionado para la Paz, Miguel Ceballos Arévalo, quién les dijo que “pese a que el logo de su oficina (y de la ESAP) aparece en todas las páginas, la cartilla es del autor (su asesor Camilo Noguera Pardo) y que es él quien responde por sus afirmaciones” y que, por eso, “el texto no representa a su Oficina”. Si Camilo Noguera Pardo hubiera publicado ese mismo texto en una revista académica, no habría ningún problema. La cartilla estaría protegida por la libertad de opinión y expresión, un derecho humano consagrado en cada uno de los instrumentos internacionales y regionales mencionados anteriormente. Pero ese no fue el caso. Los logos de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y de la ESAP aparecen en cada una de las páginas de la cartilla. En la segunda página de la cartilla aparece también el nombre del Comisionado para la paz al lado de los nombres de los directivos de la ESAP, todos representantes del Estado colombiano. Sostener que la cartilla representa únicamente la opinión de su autor es una posición que es muy difícil mantener. Es aún más difícil de mantener cuando uno lee la descripción del curso enviada a las personas al momento de inscribirse: “La Oficina del Alto Comisionado para la Paz y la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) los invitan a inscribirse…” Esta invitación no dice: “Camilo Noguera Pardo los invita a inscribirse…”

Por lo anterior, un documento en el que aparecen los logos oficiales de dos instituciones públicas colombianas nos enseña que el ateísmo, entre otros, es una fuente de violencia en Colombia. Si uno lee entre líneas, lo que este documento dice es que para asegurar una paz duradera en Colombia debemos combatir las fuentes de la violencia. Una de estas fuentes es el ateísmo. Por tanto, si queremos paz, debemos combatir el ateísmo. Todo esto podría traducirse en el lenguaje del DIDH como: el Estado colombiano, aduciendo el logro de la paz, apoya la vulneración de un derecho humano.

El potencial peligro que plantea ese documento fue entendido por la ESAP, cuyo Director Nacional anunció esta mañana (26 de agosto) en un comunicado oficial que la ESAP “no ejerció debidamente la tarea de revisar y corregir de manera adecuada” la cartilla. Este peligro va mucho más allá que el enfoque de la presente contribución, planteando preguntas sobre la laicidad y la neutralidad del Estado colombiano, las ideologías religiosas y filosóficas patrocinadas por el Estado colombiano expuestas en esta cartilla, y también el enfoque de la cartilla en el dogma católico, en detrimento de otras religiones presentes en Colombia, tal como las creencias indígenas. Muchas preguntas que dejo para los filósofos y los abogados constitucionalistas.

 
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        

Por: Manuel Góngora Mera

Profesor de la División de Derecho, Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad del Norte

En 2019 tuve la oportunidad de observar las elecciones presidenciales de Ucrania durante una corta estancia en Kiev. Me quedaron varias impresiones. Una sociedad hastiada de su clase política, buscando una renovación total de sus dirigentes, probando caminos no recorridos. Eligieron a un humorista como presidente. Me parecía un experimento desesperado, tras varios años sufriendo los desastres de una serie de eventos que los llevaron a terminar en el medio de los intereses geopolíticos de Rusia y la Unión Europea.



Imagen: Resultados de las elecciones presidenciales de Ucrania de 2019, en la Plaza de Sofía (Kiev). ® Manuel Góngora-Mera

A finales de 2013, después de que el presidente Janukowytsch rechazara la firma del Tratado de Asociación y Libre Comercio con la Unión Europea, los estudiantes primero, y posteriormente una masa popular, se tomaron edificios y secciones de Maidan, la icónica plaza de la Independencia. La mayoría de la población deseaba integrarse a la UE y estaba harta del gobierno. Las promesas de los líderes europeos y el lenguaje altisonante de la UE fueron interpretados como un apoyo firme al movimiento proeuropeo en Ucrania, lo que le dio fuerza. Janukowytsch huyó del país después de la represión violenta con fuerzas especiales, que terminó con la muerte de unas 80 personas. La respuesta rusa fue contundente: la anexión de Crimea y la desestabilización de Ucrania, apoyando fuerzas irregulares que desarrollan un conflicto separatista en dos regiones al oriente de Ucrania. Esto fortaleció internamente a Putin y en parte lo convirtió en lo que es hoy. Por su parte, la UE solo logró ponerse de acuerdo en torno al cierre de canales diplomáticos con Rusia, la aplicación de algunas sanciones económicas, y unas cuantas restricciones individuales de viajes a funcionarios rusos a países de la UE, pero reveló sus divisiones internas frente al tema ruso y la sensación en Ucrania es que fue abandonada a su suerte. Las cicatrices de estos eventos están abiertas y visibles en los espacios de memoria de Maidán.



Imagen: Espacios de memoria por las víctimas de la represión en la Plaza de la Independencia (Kiev). ® Manuel Góngora-Mera

En los últimos días, un levantamiento popular con varios paralelismos con el caso ucraniano se ha producido en Bielorrusia, después de conocerse los resultados de las elecciones presidenciales que dieron por ganador al actual presidente Alexander Lukashenko. Las imágenes esperanzadoras de miles de ciudadanos bielorrusos marchando por las calles de Minsk pidiendo elecciones libres y el fin de 26 años de gobierno dictatorial se entremezclan con los crudos relatos e imágenes de miles de víctimas del régimen, que han sido detenidas arbitrariamente y torturadas en el marco de estas protestas. Se están perpetrando crímenes de lesa humanidad en Bielorrusia desde hace ya mucho tiempo, pero esta última ola represiva ha tenido una respuesta muy diferente entre la población. En lugar de miedo, ha generado determinación para enfrentarse al régimen y ponerle fin.

En 2014, para los medios de comunicación afines a Rusia, los protestantes de Maidan eran marionetas de los poderes occidentales, quienes orquestaron el levantamiento mediante agentes infiltrados que generaron el caos, con el objetivo de lograr la caída de un aliado ruso. Esta estrategia de deslegitimación de un movimiento genuinamente popular es la que se está aplicando actualmente en Bielorrusia. Por un lado, circulan en redes diversas teorías conspirativas, que sostienen que Lukashenko no se alineó a los poderes occidentales y a la OMS para establecer restricciones a las libertades para la contención del coronavirus y por eso le están pasando la cuenta de cobro. Bajo esta “lógica”, quienes protestan contra el régimen persiguen los intereses oscuros de Bill Gates, la OMS y la UE. Por otra parte, algunos medios afines a Rusia promueven la idea de un Belomaidan o un Minsk-Maidan, deslegitimado bajo los mismos argumentos planteados en 2014 con el caso ucraniano: las protestas estarían coordinadas y financiadas desde países europeos, con el propósito de promover la caída de un aliado del Kremlin o atentar contra la independencia nacional. En Twitter, #BeloMaidan se contrasta con las marchas a favor de Lukashenko, que se identifican como #ForBelarus.

Por supuesto, en un mundo de fake news y manipulación masiva de la información, es difícil impedir que estas ideas se difundan y cumplan sus propósitos. Lo que está detrás de esta narrativa es evidente: Rusia no va a tolerar que otro aliado histórico pase al área de influencia de la UE. Sus fronteras físicas ya colindan con miembros de la OTAN: Estonia y Letonia al nororiente, y Turquía por el Mar Negro, al suroriente del país. Bielorrusia y Ucrania son geoestratégicas para la seguridad nacional rusa como barreras de contención en Europa Oriental. A la UE le costó entender este punto, lo que la llevó a medir fuerzas con Rusia, y con ello, provocando el desastre que vive Ucrania. Por eso esta vez su reacción ha sido más mesurada. Desgastados por el manejo de la pandemia del coronavirus, y con la lección aprendida en Kiev, los europeos han optado por dar una voz de apoyo a las marchas en Minsk y desconocer las elecciones, pero sin dar la sensación de que intervendrán de manera decidida en los eventos internos bielorrusos.

En julio, Putin logró consolidarse por un periodo indefinido en el poder (en teoría hasta el 2036), gracias a la ratificación de la reforma constitucional que lo autoriza a presentarse a las elecciones presidenciales de 2024. Y si sus opositores siguen muriendo envenenados o son detenidos en prisión, la comunidad internacional muy probablemente tendrá que lidiar con Putin por varios años más. Parece que es tiempo de que la UE restablezca canales diplomáticos con Rusia y convencer a Putin de que no hay interés en incorporar a Bielorrusia en el área de influencia de la UE, si no quiere que se repita la historia de Ucrania. Según el manejo que le dé la UE a la crisis, estos podrían ser los primeros pasos para avanzar hacia la democratización de Bielorrusia, o bien podría terminar en una nueva demostración de fuerza rusa sobre una Europa profundamente dividida.