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Por: Athina Guatecique Pacheco y María de los Ángeles Salas

Estudiantes de Segundo Semestre de Ciencia Política y Gobierno

 

Las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: insolidaridad, egoísmo, inmadurez, irracionalidad.

Albert Camus, La Peste

 

La pandemia del coronavirus no solo ha revelado la debilidad del sistema de salud de la mayoría de los países que están siendo afectados. Ha puesto a prueba la fortaleza institucional de los gobiernos latinoamericanos. En países como Perú, Bolivia, Ecuador, Honduras, Uruguay, Panamá, El Salvador y Colombia, en la búsqueda de mantener a salvo a su población, se han visto obligados a declarar el estado de emergencia en su territorio.


Al respecto de los estados de excepción, Carl Schmitt, sin duda uno de los teóricos más controvertidos por sus escritos y su conexión con el régimen nazi, afirmaba que la "excepción" es la capacidad del soberano para tomar decisiones en términos de su voluntad política, en lugar de estar limitado por normativas legales. Consciente de los riesgos de los estados de excepción, la Oficina del Alto comisionado de la ONU el pasado 14 abril planteó una serie de estándares que los Estados miembros deben seguir en pro del respeto de los derechos humanos: “El DI permite la adopción de medidas de urgencia en respuesta a amenazas de gran entidad, pero las medidas que limiten los derechos humanos han de ser necesarias y proporcionales al riesgo estimado, y deben aplicarse de manera no discriminatoria” ACNUDH (2020).


En este texto nos concentramos en El Salvador. Su presidente, Nayib Bukele, el pasado 14 de marzo decretó el estado de excepción por 30 días de forma que se le otorgase facultad para restringir los derechos constitucionales de los salvadoreños a la libre circulación, reunión pacífica y el derecho a no ser obligado a cambiar de lugar de residencia. En el documento no está autorizada la limitación de otros derechos fundamentales. Por tanto, es arbitraria toda medida tomada en este tiempo y que no cumpla con los estándares de proporcionalidad.


El presidente, en el uso de sus facultades excepcionales, presentó al inicio de la pandemia una serie de medidas que dentro de poco tiempo se hicieron virales en redes sociales, en las que anunciaba la interrupción del pago de servicios básicos como agua, luz e incluso internet, durante tres meses y para toda la población. Además de anunciar el pago de un subsidio de 300 dólares para aproximadamente el 75 % de los hogares salvadoreños. Estas ambiciosas medidas de corte populista fueron alabadas y puestas como ejemplo por muchas personas en todo el mundo.   Fue elogiado por tomar medidas tan radicales a pesar de tener en ese entonces, solo 3 reportes de casos confirmados de COVID-19, según reporte de la Revista Semana.

Sin embargo, el comportamiento autoritario de Bukele despertó inconformidades entre distintos sectores. El director de Estudios Legales de la Fundación Salvadoreña para el Desarrollo Económico y Social, Javier Castro, afirmó en una entrevista para la DW en español que: “estamos viendo que esas conductas se están reproduciendo de nuevo durante la emergencia (por el coronavirus) al punto que se está violentando el principio de separación de poderes al no respetar las decisiones de la Sala Constitucional (de la Corte Suprema de Justicia) y también al invadir facultades legislativas”. Pero lo que ha causado indignación internacional es el abuso hacia la dignidad humana de la población carcelaria, con las medidas internas-externas tomadas por el presidente salvadoreño hacia los centros penitenciarios. Sin dudas, el gobierno ha atacado sistemáticamente derechos constitucionales, acumulando prácticas inhumanas que, aunque no son novedosas, con la pandemia solo han conseguido agravarse. Anotemos que El Salvador es el segundo país con mayor tasa de presos per cápita en el mundo según cifras del World Prison Population List, con 604 por cada 100.000 habitantes.


Así mismo, preocupa que la tasa de hacinamiento promedio en las cárceles es del 142%, lo que en el marco de la pandemia hace que la situación de los detenidos sea crítica. Un informe del 2019 de la CIDH, basado en visitas in loco en cárceles salvadoreñas, evidencia las circunstancias inhumanas en las que viven los detenidos. La infraestructura de las cárceles es deficiente; no tienen horas al sol; no están en contacto con otros internos salvo sus compañeros de celda y no realizan ningún tipo de actividad académica, laboral o recreativa; hay insalubridad y carecen de programas de reinserción social. Los centros de seguridad y máxima seguridad afectan gravemente a aproximadamente 16.000 personas; la atención médica es insuficiente, el escaso e inadecuado acceso al agua son parte de la cotidianeidad. Además, la CIDH fue informada sobre el hecho de que cerca del 60% de los casos de tuberculosis del país se encontraban en las cárceles, indicando que la salud en centros penitenciarios desde hace tiempo ha sido un asunto desatendido por las autoridades públicas.


Poniendo en una misma mesa la visita de la CIDH a las cárceles salvadoreñas, y comparándolo con la situación actual, se evidencia que no son novedosas las precarias garantías y condiciones brindadas por parte del Estado, permitiendo entrever la dureza de los centros penitenciarios, cuya responsabilidad recae en el gobierno. Dureza que no cumple con los mandatos constitucionales y deshumaniza a los presos: sin ley, pero con orden.

No es una dádiva ni un ejercicio de compasión del Estado el garantizar los derechos constitucionales. Es su obligación, como establece el artículo 27: “(...) El Estado organizará los centros penitenciarios con objeto de corregir a los delincuentes, educarlos y formar hábitos de trabajo, procurando su readaptación y la prevención de los delitos.” Artículo que claramente contrasta con la realidad social de los detenidos, que en la práctica sufren una violación sistemática de su dignidad humana.  


El domingo 26 de abril, el viceministro de Justicia de El Salvador, Osiris Luna Meza anunció unas de las medidas previstas por el estado de emergencia decretado en las cárceles. Autorizó a la policía y al ejército el uso de la fuerza letal, e incluso mezclar en las mismas celdas a miembros de pandillas rivales, impidiéndoles recibir visitas y dificultando el aislamiento social a causa de la pandemia. La medida ordenada presentaba dos claros objetivos: el primero de ellos era intentar controlar la tasa de homicidios, sin involucrarse con la raíz de los mismos e ir directamente a los culpables. Y el segundo objetivo perceptible era desviar la atención sobre el foco principal de las deplorables circunstancias en que se encuentran los detenidos. Se intentó justificar estas medidas relacionándolas con asesinatos ordenados desde las cárceles, intentando de esta forma ponderar la dignidad humana.


Aplicando test de proporcionalidad, es evidente que la medida adoptada no resulta idónea para el fin que se invocó, dado que infringe gravemente el derecho constitucional a la dignidad humana; discrimina la vida, restándole valor por el hecho de pertenecer a la población carcelaria. Además, no cumple el fin que invoca (la seguridad pública). Al juntar pandillas rivales al interior de los centros penitenciarios, solo consigue atentar contra derechos fundamentales y aumentar los homicidios en estos centros.


Pero si no fue idónea, ¿era al menos necesaria? Si se buscaba garantizar el derecho a la seguridad pública por las órdenes dadas desde dentro de las cárceles, podría haberse abierto una investigación para aprehender a las personas implicadas en este modus operandi. Mezclar pandillas no disminuye esta práctica ya que no ataca la raíz del problema. Crear aglomeraciones al interior de las cárceles no disminuiría los homicidios externos. Aun así, ¿tiene esta medida algún beneficio real? Se creía que el efecto de mezclar a las pandillas fuese acabar con los problemas del aumento de los homicidios, más solo aumentó la conducta criminal-homicida desde las cárceles.


Las redes sociales están plagadas de discusiones que les niegan sus derechos constitucionales a las personas en situación de detención: como criminales, no son ciudadanos, y no son dignos de ser protegidos por el Estado. Asumamos que jurídicamente la dignidad humana, como principio y derecho constitucional, es inviolable; no es un tema de negociación política, ni puede depender de las preferencias o votos entre los ciudadanos. La dignidad humana no es un derecho de compasión, ni puede quedar a merced de la opinión o debate público, ya que puede ser manipulada para todo tipo de propósitos, hasta el punto de que sea viable que le sea negada a alguna parte de la población. Recordemos que los estados de excepción no son oportunidades estatales para incurrir en actos inconstitucionales o violatorios del derecho internacional; cualquier intento de interrumpir la vigencia de los derechos humanos debe ser procesado, juzgado y condenado. No puede haber norma o decisión judicial que le quite a alguna persona su condición de ser humano.

Sobre el proyecto de restricción de la protesta social

Por: Manuel Góngora Mera Profesor de la División de Derecho, Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad del Norte


Imagen: Protesta estudiantil en Bogotá. ® Manuel Góngora-Mera

El derecho a la protesta es la combinación del derecho a la libertad de expresión y los derechos de reunión y asociación. Está protegido constitucionalmente por los artículos 20 (libertad de expresión), 37 (derecho a reunirse pacíficamente), 38 (asociación) y 40 (participación en el control del poder). También en tratados internacionales de derechos humanos que hacen parte del bloque de constitucionalidad (artículo 20 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, artículo 21 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, artículo 15 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos). Sin embargo, estos derechos en América Latina (y actualmente también en Estados Unidos) son reprimidos sistemáticamente, no solo a través de violencia policial y militar sino también mediante diversas leyes que en los últimos años han criminalizado la protesta social. Esto ha legitimado ejecuciones extrajudiciales o sumarias, torturas y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes contra población civil, defensores de derechos humanos y periodistas en el contexto de marchas y manifestaciones pacíficas. Por eso el sistema interamericano de derechos humanos ha sido enfático en criticar a los Estados que restringen desproporcionadamente el derecho a la protesta o que utilizan la ley como un medio para disuadir la movilización social contra el gobierno o reprimirla violentamente con escuadrones con entrenamiento militar o antiterrorista. De hecho ha sostenido que los Estados no deben contener protestas usando el ejército, ya que este es un cuerpo destinado a la defensa exterior, no al mantenimiento del orden público.

La protesta, como los demás derechos, no es absoluta. Sus límites son básicamente los de la libertad de expresión (no se permite la propaganda de guerra, ni el discurso de odio o discriminación racial, ni la apología a la violencia, ni la pornografía infantil) y los del derecho a la huelga (en Colombia no opera en servicios públicos esenciales). En casos en que una protesta genere una afectación real e intolerable al orden público, el Estado tiene la facultad de intervenir y restablecer el orden, pero con el uso proporcionado de la fuerza.

La protesta social hasta inicios de este año le estaba restando gobernabilidad a Duque. La pandemia mandó la protesta a una especie de detención domiciliaria, y esto le devolvió temporalmente gobernabilidad a Duque. Es muy probable que en cuanto el pico pase y la cuarentena ya no se pueda extender por más tiempo, resurja el descontento social represado durante todos estos meses. Y por eso es muy conveniente para el gobierno la expedición de una ley que contenga esa oposición.

La reforma que se plantea en el Congreso no es necesaria porque ya hay normas, contravenciones y delitos que proscriben el daño en bien ajeno o a bienes públicos. Ya tenemos normas suficientes para detener y procesar a alguien que rompe los vidrios de un Transmilenio.

La reforma es un retroceso en la protección de la democracia participativa. Habilita al Estado a reprimir las protestas, a tener más herramientas legales para anularlas, debilitarlas o incluso disuadirlas. Eso es incompatible con principios básicos de sociedades libres y encaja en la arquitectura de opresión que progresivamente se está imponiendo en diversos países.

La reforma es además peligrosista, porque se basa en presunciones vagas y prejuicios que maximizan el uso del derecho penal en contra de hombres jóvenes y minorías, como pasa por ejemplo con la ley antiterrorista en Chile, que ha sido aplicada desproporcionadamente contra los mapuches. Se crea una etiqueta de "vándalos" contra los estudiantes, los amenazan con quitarles sus becas, y establecen definiciones vagas de lo que se interpreta como acto de violencia, con lo cual gritar podría encajar como violencia.

Finalmente, no debemos perder de vista lo que está en juego aquí. La esencia de la protesta social es la existencia o percepción de existencia de un daño o agravio causado por el Estado a una parte de la población. Esa población se hace visible, se moviliza, expresa sus argumentos, busca una respuesta del Estado. Lamentablemente en Colombia los gobiernos en lugar de atender esas demandas, toman la vía fácil y desvían la atención hacia focos violentos en las protestas. En lugar de individualizar la violencia, la generalizan para deslegitimar la protesta. Eso, en el marco histórico de un uso excesivo y arbitrario de esa fuerza, ha creado las condiciones ideales para amordazar la protesta y con ella, la democracia.

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