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Manuel Eduardo Moreno Slagter

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ACERCA DE MÍ Arquitecto con estudios de maestría en medio ambiente y arquitectura bioclimática en la Universidad Politécnica de Madrid. Decano de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad del Norte. Defensor de la ciudad compacta y densa, y de las alternativas de transporte sostenible. Coleccionista de música.

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Líderes imperfectos

Ya nos lo advirtieron hace dos milenios: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Un día como hoy, en 1940, Winston Churchill habló por primera vez como primer ministro ante la Cámara de los Comunes del Parlamento británico. Había sido nombrado tres días antes, luego de la renuncia de Chamberlain, y tenía por delante la ineludible tarea de conducir una guerra que se anticipaba larga y atroz, con pronósticos desfavorables para su país. En pocas palabras, en ese discurso Churchill estableció claramente su política y su objetivo: luchar y ganar a toda costa, explicando que no había más opciones frente a la terrible tiranía que los acosaba y advirtiendo que se avecinaban tiempos extremadamente difíciles. Ofreció, además, sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.

La historia nos cuenta que su decisión y empeño resultaron fundamentales para la victoria aliada, que salvó a Europa y al resto del mundo de un régimen que amenazaba con triturar las libertades fundamentales que habían sido conquistadas por la civilización occidental. Cumplió con su deber, fue fiel a su promesa.

El año pasado, la estatua más significativa de Churchill, en el corazón de Londres, fue al menos dos veces objeto de actos vandálicos. Bajo su nombre, grabado en bajorrelieve en el pedestal de la obra, fue pintada la leyenda «era un racista», una alusión sobre sus posturas, que ciertamente eran muy parcializadas hacia el entendimiento de la superioridad de ciertas razas sobre otras. Lo curioso es que la relación de rasgos de Churchill que podrían merecer condena, incluso en su época, no se detiene allí. Conocido por su intensa y poco disimulada afición por las bebidas alcohólicas, su comprensión tradicional de la familia y de los roles diferenciados entre las madres y los padres, su inicial desacuerdo con el voto femenino, su humor negro a veces irrespetuoso, su impertinencia, su terquedad —y mejor ni hablar de Gallipoli—, Churchill compone un perfil muy complejo. Haciendo un ejercicio mental, cabe suponer que hoy le iría muy mal.

Sin ninguna posibilidad de redención, con seguridad hubiese sido «cancelado» hace rato, ahogado por los bulliciosos coros acusatorios que nos privarían de su genio e influencia. Sin embargo, y con relación a esa cancelación ficticia, una de las mayores lecciones que nos puede dejar el estudio de la vida de Winston Churchill es el reconocimiento de la falibilidad y las imperfecciones que pueden hacer parte de cualquier líder. Incluso de los mejores.

Eso no es malo. Conviene tener en cuenta que no vale la pena elevar a la categoría de semidioses a quienes están a cargo, aunque su desempeño sea notable. Churchill, por ejemplo, perdió las elecciones tres meses después de ganar la guerra, en una curiosa manifestación del pragmatismo inglés que no impidió que fuese reelegido luego de unos años y contar con enormes y merecidas muestras de gratitud en casi todos los rincones del mundo.

Habrá quienes no merezcan mayores homenajes, y cuyo balance les entregue a los demás un saldo tan negativo que sus estatuas merecen mácula. Pero ciertamente no resulta sano andar por la vida buscando en gavilla cualquier excusa para manchar la reputación de quien no nos simpatiza, ignorando sus logros. Ya nos lo advirtieron hace dos milenios: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Fotografía tomada de https://www.unsplash.com

Publicado en El Heraldo el jueves 13 de mayo de 2021