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Manuel Eduardo Moreno Slagter

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ACERCA DE MÍ Arquitecto con estudios de maestría en medio ambiente y arquitectura bioclimática en la Universidad Politécnica de Madrid. Decano de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad del Norte. Defensor de la ciudad compacta y densa, y de las alternativas de transporte sostenible. Coleccionista de música.

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Mucho pedir

Hace unos días conversaba con un familiar sobre la experiencia que vivíamos al ir al estadio en nuestra infancia, durante la década de los años ochenta. Nos referíamos a las peripecias que conllevaba sentarse (o estar de pie), en las tribunas del Romelio Martínez, de las incomodidades y las anécdotas. En el viejo Romelio, por ejemplo, una parte de las tribunas de sombra recibía sol, las columnas del techo y los postes de iluminación entorpecían la vista y además, tocaba irse varias horas antes para hacer a la intemperie una fila desordenada. Aún así, esas vivencias fortalecieron una afición auténtica, que naturalmente fue perdiendo pasión con el paso de los años, pero que nos entregó enriquecedores momentos de distracción.

A pesar de todas las precariedades, las sensaciones eran mayoritariamente positivas. Pocas veces viví momentos de tensión o miedo, apenas un par de circunstancias en las que los aficionados volcaron su agresividad sobre alguna decisión del árbitro y las cosas parecían ponerse feas, pero poco más, se insultaba mucho pero nada trascendía. Los malos ratos siempre se debían a la pobre presentación de nuestro equipo.

Describiendo un escenario alejado de las situaciones que acabo de contar, el pasado martes un artículo publicado en este diario explicaba lo que le pasó a una familia que asistió al estadio Metropolitano a ver el partido del domingo frente al América, una ocasión que terminó con disturbios y sobresaltos. Era la primera vez que llevaban a su hijo de 5 años al estadio y probablemente la última en mucho tiempo. Unas personas, vinculadas a algunas de las deplorables «barras bravas», invadieron a la fuerza la tribuna occidental alta, motivando caos e inquietud, sin que la diezmada fuerza pública pudiese evitarlo. Algunos testigos aseguraron que los agresores estaban en la búsqueda de hinchas del equipo contrario para agredirlos, blandiendo, según se pudo leer, cuchillos y puñales. Imagínense ustedes ese escabroso panorama: uno tratando de ver un partido de fútbol con su pequeño para encontrarse en la ruta de una horda de galavardos con claras intenciones de hacer daño. Mientras corrían huyendo de la barahúnda, emulando los momentos más dramáticos de La vida es bella de Roberto Benigni, los padres terminaron mintiéndole al niño para evitarle el mal rato, enmascarando lo que pasaba con historias más alentadoras.

Por supuesto, no va a pasar nada. La policía capturó a tres personas, que seguro ya están libres, Junior ganó, sumó tres puntos y ya piensa en los próximos encuentros. Eso es lo malo. Tan acostumbrados estamos a dirimir todo a las patadas que esos acontecimientos no reclaman mayor atención, supongo que unos heridos no merecen el desgaste, mucho menos unos vidrios rotos y el mal rato de algunos hinchas.

La pasividad de los clubes de fútbol y de la Dimayor es cómplice, con condenas y posturas de indignación no se van a arreglar las cosas. Ojalá se animen a tomar medidas más duras: la pérdida de los puntos de los equipos involucrados o restarles una buena cantidad en la tabla, un cierre prolongado del estadio o el destierro definitivo de quienes van a un partido con cuchillos; que se lo tomen en serio, que les cueste. Pero puede que eso sea mucho pedir.

Fotografía tomada de https://www.unsplash.com

Publicado en El Heraldo el jueves 24 de febrero de 2022