EDICIÓN 002

CIENCIAS Y
HUMANIDADES

UN DIÁLOGO POR RECONSTRUIR

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Joachim Hahn*
Magíster en Dirección y Gestión de Instituciones Educativas
Decano de Ciencias Básicas
jhahn@uninorte.edu.co

Hace 186 años, un lunes, 26 de septiembre de 1831, más de trescientos intelectuales británicos congregados por primera vez en York, a 280 km al norte de Londres, dieron origen a la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia (hoy en día “British Science Association”) con el expreso propósito de recuperar el liderazgo e impulsar la dinámica nacional en las ciencias, deteriorados a raíz de las guerras napoleónicas. 

Los participantes dedicaron considerables esfuerzos al intento de definirse a sí mismos e identificar nominal y conceptualmente a los “cultivators of science”, para quienes ni siquiera existía un término apropiado en el idioma inglés. En cambio, pronto hubo mucha claridad acerca de cuáles eran los cuatro grandes campos para el “cultivo de las ciencias”: física (incluidas las matemáticas), química (incluida la mineralogía), geología (incluida la geografía) e historia natural.

Las prolongadas discusiones sobre su identidad ocuparon la agenda durante los encuentros de los subsiguientes tres años. Según narraba, en 1834, el matemático, teólogo y filósofo William Whewell (1794 – 1866) en su ensayo anónimo sobre el libro La conexión de las ciencias físicas de Mary F. Somerville1 : “No había un término general con el cual estos caballeros (los de la Asociación) pudieran describirse en relación con su búsqueda... un caballero ingenioso propuso que, en analogía con ‘artist’, ellos podrían formar ‘scientist’... lo cual no fue del agrado general”. Sin embargo, posteriormente Whewell insistiría en el uso de ese término para identificar a quienes trabajan estas ciencias, por lo que se le reconoce como su creador y se establece ese año, 1834, como la fecha en que se acuñó esta expresión en la cultura occidental. Probablemente de ahí migraría en algún momento no determinado al español, dando origen a la palabra ‘científico’.

Esta anécdota etimológica reviste una singular trascendencia. Con la creación de este término se fracturaría abiertamente una tradición de 24 siglos, que desde las épocas del mítico Tales de Mileto (620 – 546 a.C.) consideraba a las ciencias como parte indivisible de la filosofía y que llegó a denominar ́filósofos naturales’ a quienes las practicaban. El clásico ensayo de Whewell haría explícito el enorme cisma intelectual que desde años antes, con la Revolución Industrial (mediados del siglo XVIII) era cada vez más evidente: las ciencias, exitosas con su método científico y su aproximación sistemática a las evidencias y fenómenos naturales, se alejaban vertiginosamente de las disquisiciones filosóficas y religiosas. De hecho, según Whewell, la propuesta de denominar ‘filósofos’ a los ‘cultivadores de las ciencias’ fue contundentemente rechazada e incluso prohibida en las sesiones iniciales de la asociación. Así, la fractura que comenzaba a separar a las ciencias de las humanidades hizo su aparición pública y permanente, ampliándose aceleradamente hasta convertirse en un verdadero abismo.

Poco más de un siglo después de estos hechos, otro científico británico, el químico y escritor Charles P. Snow (1905–1980) publicaría un visionario ensayo titulado Las dos culturas y la revolución científica, en el que analiza la polarización a ambos lados de este creciente abismo. Reconoce con mucha preocupación, por ejemplo, que por un lado el término ‘intelectuales’ ha sido apropiado por los literatos, excluyendo a los científicos, como si las ciencias no formaran parte de la ‘cultura’ humana y, por el otro, observa una actitud de hostilidad y disgusto hacia los humanistas por parte de los científicos, especialmente los más jóvenes. La incomprensión entre ambas culturas, la distorsión conceptual que cada quien tiene del otro, y en especial, según Snow, la ausencia de espacios de encuentro no solo es lamentable e inconveniente, sino que es destructiva y peligrosa, pues da origen a actitudes anticientíficas y a la erosión de los valores morales. “Nos lleva a interpretar erróneamente el pasado, a juzgar mal el presente y a negar nuestras esperanzas sobre el futuro”.

Estas premonitorias reflexiones de Snow son vigentes hoy, tanto o más que cuando fueron escritas en 1959. Un caso particularmente aleccionador y actual (aunque no el único) lo constituyen los dirigentes del país con el más avanzado ecosistema científico del planeta, los Estados Unidos de América. Su Presidente tendría unos 13 años cuando se publicó el premonitorio ensayo; tanto él como muchos de sus seguidores y miembros del staff se educaron precisamente en las condiciones culturales descritas por Snow. Sus creencias y actitudes frente a las ciencias y la ética son consecuentes y nítidos ejemplos de las advertencias hechas hace 60 años: la negación del cambio climático, de la efectividad de las vacunas, de la evolución, junto con la manipulación de la verdad y la interpretación ‘alternativa’ de los hechos, se nutren perversamente de la lejanía y de los vacíos existentes entre las ciencias y las humanidades. Estas ausencias de interacción e interlocución entre los saberes afectan particularmente los sistemas de educación, que deberían ser los espacios ideales para resolverlos. Sin duda, el sistema de educación superior de un país es, o debería ser, el lugar de encuentro ideal para la superación de esta creciente fractura cultural, hecha explícita por Whewell y tan brillantemente descrita por Snow.

Al respecto, la situación en Colombia es paradójica al tiempo que confusa y preocupante, como lo demuestra un análisis reciente. Las 46 universidades más representativas del país (45 de ellas con acreditación institucional) ofrecen más del doble de programas de pregrado en ciencias (65) que de humanidades (27). Pero el problema no es de cantidad (de programas o de población) es de calidad y estructura académica: la malla curricular de los programas (sin incluir las asignaturas electivas) es paupérrima en formación interdisciplinaria, aunque se observa que (aparentemente) los estudiantes de ciencias cursan más humanidades que viceversa: el 85 % de los 14 programas de matemáticas, por ejemplo, incluyen al menos un curso obligatorio de filosofía, ética, epistemología o historia de las ciencias. En cambio, los 17 programas de filosofía solamente incluyen asignaturas como lógica o estadística a manera de mínima opción para aproximarse a las ciencias, y tan solo la mitad de los 10 programas de historia las ofrecen.

En conclusión, los científicos y los humanistas reciben en Colombia una formación universitaria que no les permite comprenderse mutuamente, ni facilita la posterior interacción e interlocución con el otro. El abismo entre ambos persiste y, peor aún, se está ampliando y expandiendo, pues aprender a comunicar el saber especializado (sea científico o humanista) para públicos no iniciados es una habilidad totalmente descuidada en su formación, con lo cual las repercusiones de la polarización afectan a la sociedad en su conjunto.

De ahí que en la educación universitaria la construcción de puentes, la generación de encuentros, de diálogos entre los científicos y los humanistas, para superar la fractura que los separa y, además, aprender a llevar su conocimiento al público general, haya que proponerlas por fuera de las estrecheces curriculares y sin acudir a los estereotipos didácticos o pedagógicos tradicionales. Todo con la finalidad de cumplir con la tarea que Alain Badiou le asigna al filósofo: la de “ser el soldador de mundos separados”. Para ello la creatividad de las artes y la utilización cuidadosa de nuevas tecnologías, los escenarios colectivos, las redes sociales y los medios masivos, las instalaciones y los campus, todos los espacios y momentos de la vida universitaria deberían y podrían utilizarse como instrumentos para motivar y crear un diálogo constructivo, analítico, potenciador, entre las ciencias y las humanidades. He ahí un monumental reto para los educadores universitarios colombianos, especialmente en el Caribe, donde la tradición científica es muy incipiente y la formación humanística es muy débil.