Una investigación del Departamento de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte arroja que la manera como los medios masivos colombianos han cubierto el conflicto armado no solo ha impedido a las audiencias comprender lo sucedido, sino que las ha adormecido y restado sensibilidad.

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Por Carolina Gutiérrez carogtorres@gmail.com
“¿Cómo es posible que un país rechace un acuerdo que le pondría fin a un conflicto armado que lleva más de medio siglo y costó la vida de más de 200 000 personas, un pacto que fue negociado arduamente durante cuatro años? Suena difícil de creer, pero sucedió este domingo en Colombia”. Así describió el portal de noticias BBC Mundo lo que ocurrió el 2 de octubre de 2016 en este país, cuando 6’431.376 colombianos (50,21% de los votantes) le dijeron “no” a los acuerdos que el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) pactaron en La Habana, para transitar a un país sin la presencia de la guerrilla más antigua y numerosa de América Latina.
El entonces presidente Juan Manuel Santos convocó a todas las fuerzas políticas –principalmente a la oposición– para ajustar el texto, y el Acuerdo de Paz se firmó finalmente el 24 de noviembre de ese año, permitiendo la desmovilización de 13 mil hombres y mujeres, y la entrega de unas 8 mil armas. Sin embargo, la victoria del “no” quedó marcada para siempre en la historia de Colombia, convirtiéndose, en palabras del profesor Jesús Arroyave Cabrera, doctor en Comunicación e investigador de la Universidad del Norte, “en el gran fracaso del periodismo porque triunfó la desinformación”.
Según el académico, los medios de comunicación perdieron la oportunidad de “hacer comprender, cuestionar y criticar la cantidad de desinformación, ‘fakenews’ y propaganda” que implantó la oposición. Venció su estrategia. "Estábamos buscando que la gente saliera a votar verraca", reconoció Juan Carlos Vélez, gerente de la campaña del ‘No’ del Centro Democrático, en una entrevista con el diario La República. Ganó el temor a que Colombia se convirtiera “en la próxima Venezuela de América Latina”. Ganó el enojo porque reinaría la impunidad de los exguerrilleros. Ganaron las mentiras, los rumores, los miedos infundados.
Este es uno de los casos que el profesor Jesús Arroyave analizó en una investigación sobre la manera en que los medios masivos de comunicación cubrían el conflicto armado, y su aporte al fortalecimiento de la esfera pública y la construcción de paz. Una de las conclusiones más contundentes de esta investigación es que en Colombia “los medios de mayor consumo mantienen un enfoque que se alinea con el periodismo de guerra”. Es decir, un periodismo que se centra, principalmente, en el “aquí y el ahora” y no ofrece una mirada integral, profunda y comprensiva de los hechos; que privilegia a las élites y a los líderes de poder como fuentes de información, en lugar de visibilizar a las víctimas y grupos minoritarios, que son los más afectados por la guerra. Un periodismo que simplifica el conflicto a una confrontación entre buenos y malos, héroes y villanos, incapaz de analizar las franjas grises; que utiliza un lenguaje victimario y demonizador que acentúa las diferencias y enfatiza los desacuerdos.

Precisamente, el capítulo de la historia de Colombia con el que comienza este artículo recoge buena parte de estas características. “La votación del ‘no’ en el plebiscito se constituye en un triunfo contundente del periodismo de guerra. La desinformación y la manipulación ideológica y emocional prevalecieron como mecanismos que reemplazaron el análisis y la comprensión de los diferentes puntos del Acuerdo de Paz en la agenda mediática”, señala el profesor Arroyave en el artículo ‘El periodismo de paz en Colombia, un anhelo distante’.

La metodología

Este estudio partió de la premisa de que, así como los medios de comunicación tienen el potencial de contribuir a exacerbar y motivar la guerra, son también una herramienta con capacidad de aportar a la paz. El periodismo de paz –según varios autores, retomados por el profesor Arroyave– visibiliza y promueve salidas pacíficas; se enfoca en los efectos a largo plazo y no en las acciones inmediatas; da voz a las personas comunes; usa un lenguaje preciso, desprovisto de carga emocional; y evita una mirada simplista de la realidad. ¿Existe ese periodismo en Colombia?

Para realizar esta investigación, Arroyave analizó 64 artículos de medios predominantes, partiendo de la metodología propuesta por tres investigadores.
Por un lado, el sociólogo y matemático noruego Johan Galtung, quien planteó una herramienta teórica para analizar el periodismo de paz en contraposición del periodismo de guerra. Y, por otro lado, las investigadoras estadounidenses Katherine Lacasse, de la Universidad Clark, y Larissa Forster, de la Universidad de Michigan, quienes propusieron adentrarse en los cubrimientos periodísticos a partir de tres preguntas: cómo es presentado el conflicto, cómo son presentados los actores y qué tipo de lenguaje es usado.
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En América Latina pocos estudios se han concentrado en comprender el rol de los medios en la construcción de paz. En Colombia sucede lo mismo. Aunque diversas investigaciones han apuntado a analizar la relación medios-guerra, pocas han abordado el rol de los medios de comunicación en la paz. “Es evidente la necesidad de la teorización en torno al papel de los medios y los mejores caminos para lograr una cubertura ideal que fortalezca la opinión pública y contribuya a una salida pacífica del conflicto”, resalta el profesor en un artículo. ¿Qué se encontró en esa revisión?

Un cubrimiento ligero que deja muchas preguntas

En 2008, un grupo de mujeres que reclamaba respuestas por las muertes irregulares de sus hijos, empezó a ocupar titulares de prensa. Las madres de Soacha, un municipio al sur de Bogotá, denunciaban la desaparición y asesinato de sus seres queridos, en circunstancias que no lograban comprender. Flor Hilda Hernández era una de ellas. Su hijo Elkin desapareció el 13 de enero de 2008. Tenía 26 años. Vendía helados. Dos días más tarde, ya estaba muerto. Su cuerpo apareció a 630 kilómetros de distancia, en Ocaña, Norte de Santander. Fue clasificado por la Fuerza Pública como un guerrillero muerto en combate.

Catorce años después, en la primera audiencia de reconocimiento por ejecuciones extrajudiciales realizada por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el país escuchó decir a doña Hilda, entre sollozos:
“El último mensaje que me entregó mi hijo, con un televisor que me regaló, dice así: ‘Diploma otorgado a Flor Hilda Hernández en el grado de madre incansable. Yo me pregunto por qué nunca estás ocupada ni cansada para mí... incansable eres de noche y de día... eres el ser más divino creado por Dios’... Entregado el 5 de mayo de 2007 en la ciudad de Soacha. Para mí leer esto hoy es duro. Pero a través de esta lucha, no nos cansamos de gritarle a Colombia que nuestros hijos, que mi hijo no era ningún delincuente”. En esas mismas audiencias, por primera vez el país escuchó a los responsables de esos crímenes asumir el daño causado. “Asesinamos personas inocentes, campesinos”, dijo el cabo primero (retirado) Néstor Gutiérrez frente a decenas de víctimas.
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 Ha pasado mucho tiempo sin conocer la verdad de lo sucedido. Hoy, gracias a la JEP, el país sabe que por lo menos 6.402 colombianos fueron asesinados ilegítimamente para ser presentados como bajas en combate entre 2002 y 2008. Sin embargo, durante años, este capítulo de la historia del país, reflejo de la degradación y crueldad a la que llegó la guerra, estuvo contado por los medios de comunicación predominantes desde una mirada superficial, ligera y sesgada, que impedía reconocer las dimensiones de esta tragedia. Este fue otro de los casos que analizó el profesor Arroyave.

Esta investigación arrojó que existe un afán de los medios masivos de narrar el conflicto desde el “aquí y el ahora”, sin profundidad explicativa. Predomina el formato de noticia: breve, rápido, sin contexto, sin análisis de los impactos. Incluso, cuando se abordan temas complejos y controversiales como las ejecuciones extrajudiciales, han prevalecido los cubrimientos acríticos y descontextualizados. El investigador cita los resultados del Proyecto Antonio Nariño que, luego de analizar 3.039 piezas periodísticas sobre el conflicto armado, encontró que el 94% ofrecía una narración “bajo las lógicas estructurales de la noticia y las breves-mixer... mientras que las narrativas más interpretativas, que ofrecen elementos más contextuales, vivenciales y testimoniales, apenas obtienen, sumadas en conjunto, el 6% de los géneros periodísticos utilizados”. En el caso de los llamados “falsos positivos”, el profesor Arroyave asegura que la cobertura ha sido “simple, básica, elemental. No alcanza a profundizar en lo que significa un crimen de Estado”.
El cubrimiento de los asesinatos a líderes y lideresas sociales, que se recrudecieron luego de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC, es otro ejemplo. “Los medios informativos dan cuenta de estos asesinatos, pero no existen investigaciones profundas de las luchas que adelantaban estos líderes y de los posibles actores que veían afectados sus intereses y tendrían motivos para impedir su trabajo”, señala la investigación. Resalta, además, que los medios predominantes han hecho un trabajo muy limitado para investigar, denunciar y visibilizar las causas y los impactos de estos asesinatos que, según la Defensoría del Pueblo, suman 898 casos entre 2016 y 2021 (Indepaz habla de 1.397 asesinatos en el mismo período). El conflicto armado colombiano es un fenómeno largo, complejo, enmarañado; con múltiples causas, actores e intereses, que se entrelazan, que se mezclan. Y es necesario que se narre desde esa misma complejidad. “En vez de narrar el conflicto como un encuentro deportivo, con perdedores y ganadores, se requiere un enfoque más amplio, cercano, quizás en términos de Galtung al enfoque de salud”, detalla la investigación.
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¿Nos volvimos insensibles?

“El lenguaje excesivamente emotivo y demonizador que usan los medios masivos de comunicación, para narrar la guerra a través de bajas, muertos, heridos y daños a la propiedad, de alguna forma ha venido adormeciendo a las personas”, dice el profesor Jesús Arroyave. Su investigación señala que este uso del lenguaje genera un “desgaste del significado”, una “cierta normalización” y un “adormecimiento que vuelve insensible a la audiencia”. El profesor Jesús se pregunta: “¿qué otras formas expresivas se podrían explorar para no caer en el enfoque de pérdidas y ganancias?
¿Qué otros caminos podrían explorarse para no caer en la espectacularización de la información, y no hacer que la guerra sea la protagonista sino la paz?”.

Su estudio lo dice claramente: el periodismo hegemónico en Colombia ha privilegiado el relato directo, crudo, sensacionalista y victimizador del conflicto –centrado en el aquí y el ahora–, al relato pausado que indaga en los impactos y los efectos más profundos de la guerra en las vidas de quienes la padecen –los no palpables–. Ha informado principalmente sobre los hechos visibles y espectaculares de la confrontación armada, y ha relegado, por ejemplo, las historias de las resistencias y las luchas de los pueblos que han resurgido (las víctimas son presentadas, principalmente, como actores pasivos condenados a sufrir, sin esperanza de cambiar su destino). “Más que el inventario de los daños materiales, el periodismo de paz demanda hacer visible lo invisible para despertar la reflexión sobre la necesidad de explorar caminos para encontrar acuerdos que lleven a la paz”, señala la investigación.
El periodismo que llega a las masas ha contado el conflicto armado dividiendo a sus actores entre buenos y malos; clasificando a un bando como los héroes y salvadores y al otro, como los villanos. Esto, en una guerra en la que existen múltiples actores, de diversos bandos, legales e ilegales, con líneas difusas que los separan, con unos grises imposible de categorizar. “Estas imágenes negativas del opositor ayudaban a construir creencias deslegitimadoras que justificaban el uso de la fuerza” y que “en poco contribuye a la solución pacífica del conflicto”, afirma el estudio.
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El periodismo masivo colombiano ha privilegiado a las fuentes oficiales –las élites del gobierno y las élites militares, principalmente– para narrar el conflicto, y sus relatos han estado centrados en estrategias, objetivos militares y cuentas de triunfos. Incluso, cuando se cubren temas tan complejos y polémicos como las ejecuciones extrajudiciales, las fuentes más citadas son el gobierno y la Fuerza Pública. Las voces de las víctimas, de quienes han padecido directamente la guerra, han tenido menos relevancia. Y no solo esto. El estudio señala que los medios hegemónicos han reproducido de manera acrítica los discursos de esas élites y, también, de los grupos armados, contribuyendo a legitimar sus miradas de la guerra. Tampoco han guardado distancia con el poder económico y político que, en muchas ocasiones, los financian.
El estudio concluye que en Colombia la guerra, como valor noticioso, ha sido más atractiva para los grandes medios que la paz. Que el enfoque predominante del “aquí y el ahora” ha enmarcado al conflicto armado en un “eterno presente” en el que se hace muy difícil imaginarse un futuro diferente. Que los problemas estructurales, que están enquistados en nuestros conflictos, están ausentes en las agendas de los medios predominantes. Por esto, el país no ha podido comprender el largo conflicto armado que lo ha golpeado. Por esto, se sigue repitiendo el bucle de la violencia.

¿Quién lo está haciendo diferente?

En los últimos diez años, por lo menos, han surgido en Colombia medios independientes y alternativos de comunicación que llegaron para desafiar los males del periodismo masivo colombiano. Algunos de ellos están liderados por periodistas experimentados que hicieron carrera en grandes medios y fundaron sus propios proyectos, para ir en “contracorriente” a lo que han querido imponer los grandes medios de comunicación, como reza el lema de uno de ellos. Medios como Vorágine, Mutante, Cuestión Pública, Baudó, Cola de la Ruta y Rutas del Conflicto, están aportándole al periodismo colombiano investigación, profundidad, innovación y creatividad. Sin embargo, como apunta el profesor Jesús Arroyave, la gran mayoría son apuestas digitales que tienen un impacto limitado; que no llegan a las regiones más apartadas, desconectadas de internet y del centro del país, que son también las más golpeadas por la violencia.
Los medios de comunicación comunitarios y alternativos también están escribiendo una historia diferente. Están comunicando en medio de la guerra y para la paz. El profesor Camilo Pérez Quintero, antropólogo y director del Laboratorio de Comunicación para la Innovación Territorial y el Cambio Social: JUI SHIKAZGUAXA de la U. del Norte, asegura que este escenario “ha implicado que los medios comunitarios se distancien de la espectacularización de la guerra. Más allá de los efectos visibles, del número de muertes y atentados a la infraestructura, han hecho énfasis en los efectos invisibles: el resquebrajamiento del tejido social y la confianza, el aislamiento de las comunidades”. 
Señala, además, que los medios comunitarios han cumplido un rol muy importante no solo de denunciar los abusos y las situaciones complejas que se viven cotidianamente en los territorios –esas que no clasifican en las agendas de los medios masivos porque no cuentan muertos ni destrucciones–, sino que han sido “escenarios para entender que en medio del conflicto hay otras cosas sucediendo además de la guerra. Permiten ver la realidad más allá del filtro rojo”.
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Para los medios comunitarios el lenguaje ha sido una herramienta de acercamiento, de unión, de generación de confianza. Son medios que “hablan en diferentes acentos”, que comunican desde lo local, que “desarmaron el lenguaje, la palabra”, que no leen a los actores de la guerra bajo la dicotomía de buenos y malos. “No hacen una diferenciación tan marcada porque reconocen que en este tipo de dinámicas hay unas tonalidades grises que son mucho más complejas, que se escapan a las maneras de reportar el conflicto de los medios masivos”, explica el profesor Camilo Pérez.
El periodismo comunitario ha privilegiado la participación ciudadana para abrir conversaciones con el público, para integrarlo, para generar relaciones horizontales en las que las audiencias son parte esencial del oficio. Ha narrado las realidades desde los territorios, desde las comunidades, no desde los escritorios. Ha visibilizado las resistencias; las acciones cotidianas de los pueblos para resurgir, para escribir la paz. Pero son, también, proyectos muy permeados por las lógicas comerciales, desfinanciados. Para el profesor Camilo Pérez, el apoyo a estos proyectos no solo es responsabilidades del Estado, de la institucionalidad. La academia tiene la oportunidad de jugar un rol clave. “Estas maneras de hacer comunicación, de gestionar los conflictos y gestionar paz, son puentes para generar diálogos de saberes, para aprender juntos. La paz no un proceso individual. Para andar juntos hay que reconocernos, mirarnos los ojos, escucharnos”.
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“El lenguaje excesivamente emotivo y demonizador que usan los medios masivos de comunicación, para narrar la guerra a través de bajas, muertos, heridos y daños a la propiedad, de alguna forma ha venido adormeciendo a las personas”
Jesús Arroyave