La geógrafa Eloísa Berman Arévalo, miembro del grupo de investigación Memorias del Caribe de la Universidad del Norte, convivió durante 15 meses con la población de Marialabaja para comprender los impactos sociales y ambientales de la palma aceitera, su relación con violencias estructurales y armadas, y las múltiples formas de resistencia afro-campesina para la defensa de la vida y el territorio.
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Por Carolina Gutiérrez
“El parásito que salió de mi cuerpo en la biblioteca de la universidad fue un burdo recordatorio de cuán atravesado había estado mi cuerpo por las condiciones materiales del campo. Mi cuerpo, literalmente, contenía residuos de agua probablemente contaminada con fertilizantes agroindustriales, pescado descompuesto y heces de animales”. Esto escribió en su diario de campo la profesora Eloísa Berman Arévalo, doctora en geografía y miembro del grupo de investigación Memorias del Caribe de la Universidad del Norte, después de realizar un largo trabajo de campo etnográfico en los Montes de María, una región que se extiende entre los departamentos de Bolívar y Sucre, en el Caribe colombiano.
La profesora Eloísa pretendía investigar los impactos de las extensas plantaciones de palma aceitera en un territorio profundamente golpeado por el conflicto armado –por el desplazamiento, el despojo, el acaparamiento de tierras–. Quería comprender cómo los efectos ambientales y sociales de esta economía agroextractivista se articulan con las dinámicas cotidianas de la población y cómo aquellas poblaciones, atrapadas en la contaminación, la falta de agua potable y nuevas modalidades de violencia armada, logran “sostener la vida en esa cotidianidad”, como lo dice Eloísa Berman. Para eso, su principal herramienta fue la etnografía.

Así continúa la entrada a su diario de campo con la que comenzó este artículo: “mientras reflexionaba sobre las políticas de contaminación, recordé a Leticia, el nombre que la comunidad le dio al pozo de agua del pueblo (Palo Altico, Maríalabaja, Bolívar). Rodeado de palma aceitera y colonizado por sus raíces, Leticia era también un lugar para divertirse y contar historias. Durante el transcurso de mi trabajo de campo, Leticia eventualmente desaparecería, su agua se agotaba completamente... Para muchos, este era símbolo de los trágicos efectos de la invasión de la palma de aceite, un recordatorio de las amenazas que representa la palma aceitera para su supervivencia física. Para otros, era solo otro el recordatorio de la precariedad material a la que estaban acostumbrándose cada vez más. Para mí, beber agua contaminada se había convertido en un asunto ordinario”. Este texto aparece en el artículo “Life with oil palm. Incorporating ethnographic sensibilities in critical resource geographies”, publicado por Eloísa Berman en The Routledge Handbook of Critical Resource Geographies.
La profesora Eloísa vivió durante 15 meses intermitentes, entre 2012 y 2014, en la vereda Palo Altico de Maríalabaja, uno de los municipios de los Montes de María inundados por la palma aceitera. Allí esta forma de producción agroindustrial se expandió de manera alarmante comenzando los años 2000: pasó de 570 hectáreas en 2001 a 11 022 hectáreas en 2015, como lo reseña la investigadora en el artículo “Geografías ordinarias: Cuidado, violencia y extractivismo agrario en el ‘posconflicto’ colombiano”, que escribió junto a Diana Ojeda, investigadora y profesora asociada al Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Desarrollo (Cider) de la Universidad de los Andes. Esta expansión ocurrió en el contexto de la violencia paramilitar y sus prácticas de despojo de tierras.

El Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, calcula que en los 15 municipios de Sucre y Bolívar que conforman esta región, desde 1985 se han registrado: 3 414 asesinatos selectivos (55,8 % atribuidos a los paramilitares, 21,2 % a grupos armados no identificados, 17,7 % a la guerrilla), 95 masacres (74,5 % a manos de paramilitares, 12,8 % a la guerrilla) y 1 148 personas desaparecidas (59,8 % por paramilitares, 19,2 % por grupos armados no identificados, 16 % por la guerrilla). La tierra ha sido el centro de la disputa de todos los actores armados. Y ha sido, también, el corazón de las luchas de la población porque, como escribió el Centro Nacional de memoria histórica, “el acceso a la tierra es un derecho esencial en la vida montemariana”.
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Mujeres contando historias junto al pozo de agua.
Foto: Eloisa Berman
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Niños jugando fútbol en una plantación de palma aceitera.
Foto: Eloisa Berman.
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 La herramienta de investigación:
la etnografía 

“En Maríalabaja la palma crece en escuelas, canchas de fútbol, pozos de agua y viviendas. Personas, animales, recuerdos y demonios habitan estas plantaciones, caminando, descansando, alimentándose e, incluso, haciendo el amor a la sombra de las palmeras aceiteras”, escribió la profesora Eloísa sobre su trabajo de campo. La etnografía –ese método investigativo que tiene en el centro la observación, las interacciones, la descripción y la interpretación– ha sido su principal herramienta para estudiar extractivismos como la palma aceitera. El antropólogo estadounidense Clifford Geertz (1926-2006) decía que la etnografía es un método que le permite al investigador comprender los rituales, los mitos, el lenguaje y el arte que gobierna a las sociedades en su cotidianidad. La profesora Eloísa sentía que necesitaba sumergirse en lo más profundo de la cotidianidad de esas comunidades para comprender una realidad difícil, enmarañada, con múltiples matices.

“La etnografía complejiza las narrativas simplificadas que existen sobre los Montes de María, las comunidades rurales, las comunidades negras, los impactos de la palma, la violencia. Quien hace trabajo etnográfico se da cuenta de que existen matices en las dinámicas sociales, territoriales y políticas, de manera que es insuficiente concebir a la población rural desde un marco binario entre victimización y resistencia, o concebir las economías y los territorios afro campesinos como fenómenos desligados de la agroindustria. 

Por ejemplo, la gente ha apropiado los espacios de la palma aceitera en su vida cotidiana, y muchos impactos ambientales se han normalizado”, dice Eloísa Berman.
Resalta, además, que la mirada etnográfica permite reconocer múltiples formas de agencia que surgen a través de acciones y relaciones ordinarias: “estas formas de resistencia sutil les permiten a las personas reapropiar y defender los
territorios de la vida cotidiana y activar procesos colectivos basados en la solidaridad o la reciprocidad, como posturas políticas que se sitúan dentro de esa lucha diaria que es el sostenimiento de la vida”.

Esa mirada pausada, sosegada, extendida en el tiempo, le permitió internarse en los lugares más recónditos, íntimos, de la cotidianidad de Palo Altico. Escuchar atentamente. Compartir. Convivir. Comprender lo que la palma aceitera le hizo a ese territorio: desplazó los cultivos tradicionales de ñame, yuca, plátano, fríjol; confinó a la población en su propia tierra (estableció límites y cerramientos); privatizó las principales fuentes de agua (pozos y estanques comunales fueron cercados); contaminó el agua con agroquímicos; estableció códigos violentos para limitar la circulación de las personas y de los animales; impuso la presencia de guardias de seguridad asociados a grupos paramilitares; inauguró un nuevo momento en el capitalismo agrario, basado en el trabajo asalariado precario y la concentración de la propiedad por medios violentos.

Este escenario se fue develando en el transcurrir de los días. En las conversaciones entre las mujeres mientras lavaban la ropa. En la observación y participación de actividades escolares. En las charlas matutinas en las casas alrededor de una taza de café. “Una mañana, en medio de una conversación en el patio de mi familia anfitriona, vimos a un cerdo moribundo regresar a la casa. Tenía la frente partida por la mitad, lo suficiente para dejar ver su cráneo. Sabíamos lo que había pasado: los guardias de la plantación de aceite de palma vecina habían lastimado al cerdo para mantenerlo alejado. Fue una manifestación simbólica de poder y una amenaza directa a los medios de subsistencia locales. ‘Los animales ya no pueden vagar libremente, la gente 
de la palma no los quiere cerca’, explicó Mercedes, de 42 años”, se lee en el diario de campo.

Para la profesora Eloísa la investigación ha sido, también, un lugar de transmisión de conocimiento. La pedagogía está inmersa en su rol de investigadora. Por esto, en el artículo “Life with oil palm. Incorporating ethnographic sensibilities incritical resource geographies” entrega una suerte de guía, o de orientaciones, para quienes desean investigar fenómenos como los extractivismos desde la etnografía. Señala tres elementos prácticos que bautizó “sensibilidades etnográficas”: una apertura sensible (interactuar con personas y lugares a través de prácticas que emergen espontáneamente en la vida social), una presencia encarnada (experimentar el lugar y las relaciones en todas sus dimensiones, materiales y emocionales) y una escritura reflexiva (el proceso creativo que da cuenta de esas experiencias y que navega entre el registro, la reflexión y el análisis).

“Durante mi tiempo en Palo Altico fui a nadar con los niños en el embalse cercano, participé en la maratón escolar a lo largo de los canales de riego de las plantaciones, bebí el agua, ayudé a cocinar a pesar de mi torpeza con el horno de leña, bailé en las cantinas del pueblo. Las mujeres me buscaban piojos en la cabeza, sentadas en el patio donde todo el mundo practicaba actividades de aseo similares. Esto no fue solo una observación participante, sino también un acto de exposición física y subversión de mi privilegio encarnado como una mujer blanca-mestiza urbana. Implicaba vulnerabilidad, pero también generaba vínculo social y rompía fronteras de raza y clase, aunque fuera efímeramente”, narra Eloísa Berman en el artículo.
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Los hallazgos: las mujeres sufrieron efectos más profundos, diferenciales

Cuando Eloísa Berman llegó a los Montes de María ya los paramilitares se habían desmovilizado, en un proceso que se llevó a cabo en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Entre 2003 y 2006 un total 31 671 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia dejaron las armas. Para el momento de su arribo, ya, también, habían surgido nuevas estructuras asociadas a bandas criminales y al mismo paramilitarismo. Hubo un reacomodo, un reciclaje de la guerra. La violencia paramilitar, el extractivismo agrario (en forma de palma aceitera) y el despojo, estaban tan unidos, tan enmarañados, que siguieron vivos. Continuó el acaparamiento masivo y fraudulento de tierras, y la legalización rápida de esos predios despojados. Continuó –y se fortaleció– la presencia de fuerzas paramilitares al cuidado de los intereses privados.

Ese mapa de la violencia se reconfiguró nuevamente luego de la desmovilización de la guerrilla de las FARC en 2016. La entrega de armas de 6.804 guerrilleros marcó el comienzo de un nuevo ciclo de violencias en el que bandas criminales, grupos “narcoparamilitares”, grupos residuales o emergentes, y otros poderes que permanecen a la sombra, se entremezclan. Y a ese escenario se suma un nuevo actor, un cómplice: los medios de comunicación que servían a intereses políticos y económicos. “A través de un truco perverso de considerar la pacificación militarizada como la paz, las plantaciones de palma aceitera en Montes de María son retratadas por los medios oficiales y mediáticos como un caso exitoso de desarrollo en el postconflicto. Sin embargo, la precariedad del trabajo asalariado, el cercamiento de la tierra y la contaminación y apropiación de las fuentes de agua locales revelan las paradojas del supuesto posconflicto colombiano”, escribieron Eloísa Berman y Diana Ojeda.

Las dos investigadoras, doctoras en geografía, se unieron para leer esta realidad a través de un lente feminista. Y concluyeron que los efectos de la palma aceitera en los Montes de María han recaído de manera más profunda, más cruel, más acentuada, contra las mujeres. “Si no tenemos las gafas feministas nos quedamos solo con una parte de la historia. Necesitamos entender cómo distintas formas de violencias funcionan articuladamente”, dice Diana Ojeda. ¿Qué encontraron? “Las mujeres son las que subsidian esa acumulación de capital; son el trabajo no remunerado de la plantación, que es el trabajo del cuidado. La palma aceitera inserta a la población en una nueva economía dependiente exclusivamente del jornal, del trabajo asalariado que solo le llega al hombre. Desempodera a la mujer, quien pierde autonomía, quien deja de tener un papel central en la economía agraria”, señala Eloísa Berman. Las mujeres cultivaban, cosechaban, se dedicaban a la preparación de los alimentos (el bollo de yuca, el bollo de maíz), se encargaban de la comercialización de los productos preparados. Todo eso se los arrebataron.

La nueva vida, bajo la sombra de las palmas de aceite, quiso condenarlas al trabajo del cuidado no reconocido ni remunerado, mantenerlas aisladas y dedicadas exclusivamente al hogar, pero ellas hicieron de ese lugar el escenario de su resistencia. “Desde los feminismos negros y descoloniales, esos espacios del cuidado tienen otros significados más allá del trabajo: son espacios
de socialización, de goce, de oralidad, de fortalecimiento de lo colectivo, de aprendizaje, de transmisión del conocimiento”, señala la profesora Eloísa. Lavar la ropa, buscar el agua, cocinar, son actividades que se hacen en comunidad; espacios de juntanza que se convierten en actos de resistencia. También han resistido a través de la oralidad: la palabra es la herramienta para enseñar y transmitir sus prácticas, para intercambiar conocimiento, para formar posturas críticas, para fortalecer su lucha por permanecer en el territorio.
 
“Y a ese escenario se suma un nuevo actor, un cómplice: los medios de comunicación que servían a intereses políticos y económicos. “A través de un truco perverso de considerar la pacificación militarizada como la paz, las plantaciones de palma aceitera en Montes de María son retratadas por los medios oficiales y mediáticos como un caso exitoso de desarrollo en el postconflicto”.
¿Qué necesita Maríalabaja y los Montes de María para salir de estos ciclos de violencia? Diana Ojeda resalta que las formas de violencia que han recaído contra estas poblaciones (la extractiva, la paramilitar, la violencia basada en género) están entrelazadas y requieren transformaciones estructurales. “Hay que hacerse preguntas muy serias sobre quién decide sobre la tierra, sobre quién tiene el control del agua. Se necesita igualdad y eso implica pensarse justicia social con justicia ambiental y justicia de género”. En el mismo sentido, la profesora Eloísa enumera tres retos, teniendo en cuenta el compromiso de justicia social y económica para las poblaciones rurales del actual gobierno: “uno, garantizar condiciones justas en la distribución y el acceso a la tierra, teniendo en cuenta que las violencias armadas persisten y que el actual régimen agroindustrial se sustenta en relaciones de propiedad generadas por la violencia. Dos, mejorar las condiciones del trabajo agrícola asalariado y reconocer el trabajo de cuidado que sostiene, en la práctica, las economías agro-extractivas. Y tres, fomentar y fortalecer las economías campesinas mixtas, a través del diseño y fomento de circuitos cortos de comercialización y la inversión social integral en salud, educación, atención psicosocial, entre otras”.

En los Montes de María hay una palabra que se usa para describir a quienes se negaron a abandonar el hogar, la tierra, la comunidad: los resistentes. Ahí están ellos y ellas, retratadas en el trabajo de Eloísa Berman, con sus estrategias y luchas en defensa de la vida y el territorio, que para estos pueblos son lo mismo.