Hermann Hesse es un escritor que despierta pasiones radicales: amor u odio. Es considerado, además, como uno de los grandes interlocutores con distintas generaciones de lectores. Este texto nos brinda una imagen de su vida, su huida de los sanatorios, su experiencia de las dos guerras mundiales y de su ambigua recepción en este continente; todo acompañado del tono ameno e irónico de la pluma de Ramón Illán Bacca. 

 

 

 


 

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* Escritor y columnista. 
 

asocié el cuento con la selva amazónica y la ciudad fue para mí Manaos. Leí mucho sobre esta ciudad del Brasil, su auge cauchero, su esplendor y su teatro de la ópera, que era una réplica del de París. Allí cantó Ca- ruso el tenor, más grande de su época. Al final, cuando se acabó todo el esplendor, las culebras se deslizaban por el antiguo escenario de la ópera. Más aun, al ver la película "Fizcarraldo", del director alemán Werner Herzog, pensé que algún texto de Hesse debía haber servido para el libreto. En esta película un aventurero llega al Amazonas y amansa a los indígenas haciéndo- les oír ópera en su gramófono. Un misionero le dice al protagonista: "Nosotros no podemos apartar a los indios de la idea fundamental de que nuestra vida no es sino una ilusión tras la cual se oculta la realidad de los sueños".

En ese momento me dije: "Ahí está Hesse", y durante mucho tiempo tuve en mi mente una asociación en- tre este autor, el cuento de la selva y el ensueño de los indígenas. Todo se ha roto cuando al releer el cuento "Una ciudad" (1910), en su libro Ensueños encuentro que no se trata de Manaos ni de ninguna ciudad en la selva sino de una ciudad europea y que el edificio más sobresaliente es la Casa Consistorial. Al final la ciudad montañosa, situada en un escenario suizo o alemán, es destruida y el animal que yo recordaba como una anaconda dando vueltas en el escenario es un pájaro carpintero. ¿Qué me pasó? ¿Por qué lo leí así?

La misma pregunta me surgió cuando en mi relectu- ra de Demián encontré la figura del dios Abraxas. En mis recuerdos de los movidos sesentas y principios de los setentas estaba el disco "Samba pa ti" de Santa- na con la portada de un cuadro de Gustavo Moreau, pintor simbolista francés del siglo xix. Ahí estaba esa figura andrógina, mitad cielo y mitad infierno, algo entre lo barroco y lo chévere, Abraxas. No sé qué tan- ta conciencia tendría el músico de rock de quién era este dios pero amuletos y talismanes con la efigie de esta divinidad sí se hallaban en sus oyentes. Un dios cuya mejor definición es la de ser "Coincidentia opposi- torum" o sea, el misterio de la totalidad.

Lo que podía saber de Abraxas se podía resumir en una línea, cuando me leí Demian por primera vez, libro que me regaló el ahora historiador y político Álvaro Tirado Mejía en el Medellín de principios de los sesentas. Ambos éramos simpatizantes de los na- daístas, movimiento literario fundado por Gonzalo Arango y que era un revoltijo de existencialismo, lec- turas de Camus y Sartre, novelas de Henry Miller y 


Para que lo posible surja se debe intentar
una y otra vez lo imposible.

Hermann Hesse

 

Su presencia entre nosotros

Hermann Hesse, escritor alemán, suizo de adopción y premio Nobel en 1947, ha sido un autor con ediciones de millones de ejemplares. Cabe la pregunta del por- qué ha sido tan popular este autor entre los jóvenes de varias generaciones y en tan diversas épocas. Lo leyó la generación anterior a la mía, lo leyeron los na- daístas en los finales de los cincuentas, lo leyeron y agitaron su libro Siddhartha, como para un conjuro, en los conciertos de rock en los setentas.

También es cierto que en el mundo literario sus accio- nes no están en alza. Cuando le comenté mi relectura de este autor a Oscar Collazos, un escritor amigo, me contestó: "A Hesse se le lee en la edad primera, pero como el sarampión, no se repite".

Era apenas un púber cuando leí "Ensueños" de Hesse, un cuento de la creación y destrucción de una ciudad que me impresionó vivamente. Al final, a la ciudad esplendorosa de múltiples palacios la vegetación la había cubierto del todo. Creo que por la portada del libro, que presentaba como unas lianas o unos sauces, 



Hermann Hesse


correspondencia con Noel Cassidy, uno de los beatniks norteamericanos. Comprendía además el envío de un poco de la maracachafa criolla a Cassidy, quien estaba en San Quintín, cartas al presidente norteamericano para que lo indultara y lecturas en malas traduccio- nes de los poemas de Allen Ginsberg. También alguna que otra lectura de Hesse.

Leí la anécdota de la sorpresa de este autor cuando supo que en la ciudad universitaria de Berkeley en Estados Unidos había una peña de estudiantes que se reunía en un bar llamado "El lobo estepario". Lo con- sideró como una gringada típica y confirmó que no había sido leído en Norteamérica.

En realidad, a pesar de ser premio Nobel desde 1947, Hesse no era un autor popular ni en Norteamérica ni entre nosotros.

Al principio fueron los de la Beat generation los que llamaron la atención sobre él. Como se recuerda, los beatniks preconizaban formas distintas de conoci- miento y propagaban una relación libre con el sexo y las drogas. En Hermann Hesse veían un outsider que había abierto nuevas formas de pensamiento.  

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