Sobre el Odio
y el miedo



 

 

 

Alonso Sánchez Baute
Escritor y periodista.
Autor de Al diablo la maldita primavera,
Líbranos del bien y ¿De
dónde flores, si no hay jardín?
@sanchezbaute
 
 
 
 
 
Desde el inicio de los tiempos el hombre siempre se ha cuestionado qué es más fuerte: la bondad o el odio. El odio es una emoción natural del homo sapiens, aunque se trate de una emoción negativa, como también lo son la tristeza, el miedo y el asco. Igual que estas otras, el odio puede ser justificado o no. Como siempre, todo depende de las circunstancias. Lo que siente el soldado contra el invasor a su país o el oprimido contra el tirano puede ser un combustible positivo. Lo que todos sentimos contra los violadores o los pedófilos puede ser también lo mismo, y en tal caso sería un odio sancionatorio. Pero, ¿qué sucede cuando el odio dispara contra una persona por el color de la piel, por su género, el estatus social o económico, la orientación sexual o sus argumentos políticos?

Odio proviene del latin odium y se refería a una conducta o a una persona detestable; se refería a alguien que generaba una profunda repulsión. El DRAE, que es árbitro, lo define hoy no obstante como “Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”. Esa es, por tanto, su nuez, lo que la separa de las otras emociones: el deseo de hacer el mal a una persona, a una colectividad o a una cosa. Herman Hesse dijo en Demian que cuando alguien odia a otra persona realmente odia una parte de sí misma, de lo contrario ese otro no tendría por qué afectarlo. El odio es una emoción, por tanto, que hace daño por igual a quien la siente como al objeto de su odio.

Es curioso que la Iglesia no lo haya incluido entre los pecados capitales, los cuales, como recordamos quienes estudiamos en colegios católicos, nacieron cuando la Iglesia quiso frenar la violencia y sanar los conflictos en la sociedad medieval. Ya luego se erigieron en su doctrina moral. Son: vanidad (el mayor de todos, pues de este pecado se derivan otros. No olvidemos que es el preferido del diablo pues quiso Lucifer mostrarse de igual a igual con Dios), lujuria, avaricia, gula y ebriedad, pereza, envidia y rabia, a la que también llaman ira. Si el fin inicial era salvar a la sociedad de la violencia, ¿por qué no aparece el odio en su listado si, al igual que la soberbia, puede ser el étimo de otros pecados?

Para algunos, el odio es la versión moderna de la ira. Sin embargo, la rabia no necesariamente conlleva la obsesión de hacer daño a alguien, además de que es fugaz y la motiva normalmente el egoísmo. Ahora bien, ¿por qué de repente hablamos tanto de esta emoción, quizá como nunca se había hecho? Desde que Donald Trump la usó en su campaña política, el odio salió del clóset

en EEUU y se ha extendido en Colombia también desde hace dos años, a propósito del Plebiscito por la Paz. A lo largo luego de la contienda electoral, los cizañeros y los politiqueros se aferraron al odio para ganar adeptos sin esgrimir ni argumentos ni propuestas ni ideas. Sólo gritaban y ofendían porque sabían que basta un disparo emponzoñado para atraer la atención mediática.

Esto es lo que hace el odio: explota las emociones del ciudadano de a pie. Y uso por igual el verbo como detonante que como sinónimo de aprovecharse del otro para obtener una ventaja personal: el hater es ante todo un manipulador. El antónimo de odio, en tanto, no es amor, como comúnmente se piensa, sino empatía: la capacidad para identificarse con alguien y compartir sus emociones y preocupaciones. Una persona empática es, por lo general, una persona tolerante. Y si bien no todas las personas intolerantes odian, todos los que odian son intolerantes. El odio es la gasolina de la violencia al estimular o facilitar la intolerancia. Es un escollo que impide la solución civilizada de los problemas.

Del odio durante la campaña pasamos hoy al miedo. El asesinato de líderes sociales se está convirtiendo en estadística, que es tanto como echarles a estas muertes encima el polvo del olvido porque nos vuelve más indiferentes (“¿Otro muerto más?”) y hace del miedo resignación: “¿Qué puedo hacer? Si digo algo me matan a mí también”.

En la escena luego del asesinato de María del Pilar Hurtado en Tierralta lo peor no es el grito desgarrador de su hijo. Lo peor es toda esa gente a su alrededor que ni siquiera se ocupa en consolarlo. Miran a otro lado, resignados a la suerte que nos tocó por país. ¿Por qué? El miedo enceguece más que el odio. Es la emoción más primitiva. Se aloja en la amígdala, la parte menos evolucionada del cerebro. Se activa de forma involuntaria, en muchas ocasiones sin que se pueda ejercer un control directo sobre las respuestas que genera. Desconoce la empatía y nos lleva a los comportamientos más irracionales.

La escena del grito del niño es en chiquito lo que Colombia es en grande. La indiferencia, la falta de solidaridad, la negación del dolor ajeno y propio. Es la resignación que deja el miedo. Esa resignación -ese aguante, ese silencioexagera los peligros que corremos y hace que este momento sea más peligroso de lo que de otro modo sería. Es un miedo de Estado y hay que buscar la manera urgentemente de frenarlo pues en ambos casos, del odio y del miedo: ¿es el país que queremos?